viernes, 24 de octubre de 2008

LA VIDA ES LARGA Y ADEMÁS NO IMPORTA

JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

LA VIDA ES LARGA Y ADEMÁS NO IMPORTA

Primera edición, Editorial Premiá, México, 1979

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A María Elena Madrid

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Quelle vanité que la peinture qui attire l’admiration para la ressemblance des choses dont on n’admire point les originaux!
PASCAL
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UNO

ANDRÉS no sabe cuándo empezó a fracasar el matrimonio de sus padres. Sus recuerdos remotos son atmósferas: si el padre estaba en casa, por ejemplo, la madre se concentraba, para ningunearlo, en los niños, con una solicitud que raramente tenía cuando no necesitaba demostrar que era ella quien los poseía. A veces el padre se sentaba a la mesa de buen humor, pero inmediatamente se apagaba. Trataba en vano de ganarse a la familia con chistes que apenas conseguían sonrisas forzadas. Comía con rapidez y vulgaridad, y de pronto murmuraba un “buen provecho” (tronando la boca y dejando caer sobre su saco y el mantel pedacitos de alimento masticado), como si recordara algo urgentísimo qué hacer, e iba a encerrarse a la sala.
De niño, Andrés adoraba la sala de su casa. Ahí, con ventana a la calle, entre la cantinita y una chimenea prácticamente ornamental, el padre se sentaba en un sillón muy acojinado, frente a unos óleos de nevados paisajes canadienses, a hacer o pensar quién sabía qué cosas, envuelto en el murmullo de sus discos o de la televisión. Había temporadas en que sus amigos lo visitaban a menudo, y largos meses que se quedaba solo ahí, encerrado, desde que regresaba de la tienda hasta la madrugada, cuando subía ruidosamente las escaleras, ebrio y tropezándose; muchas veces se quedaba dormido en los sillones con las luces y los aparatos encendidos.
La esposa odiaba a esos amigos: los satirizaba: “Se van a cabarets tratando de vivir ahora lo que no tuvieron pantalones de vivir de jóvenes”. Los describía rodeados de mujeres exóticas, llenas de plumas y lentejuelas, que “sólo les dejan el rostro pintarrajeado con manchas de bilet corriente... y les vacían la cartera, mientras aquí nosotros sufrimos privaciones”.
Cuando Andrés tenía unos diez años el padre dejó de dormir en casa. Apenas se presentaba hacia el mediodía y con algún pretexto: un documento, dejar dinero, etcétera. La abuela declaró su yerno estaba instalando otro hogar: ella y la madre reunieron a los hijos para anunciarles tiempos difíciles, pero ya sin las intromisiones bruscas del padre. René, el hijo mayor, de quince años, dejó el cuarto que compartía con Andrés y se trasladó a la recámara de la madre, para protegerla si “llegaba el borracho a abusar de ella”. Andrés recuerda a su hermano, en el momento en que escondía un cuchillo bajo la almohada.
El padre regresó meses después, no borracho sino sonriente y caballeroso, a “hablar seriamente” con su esposa: esa noche volvió a dormir con ella y René fue devuelto al cuarto que compartía con Andrés. El viejo no abandonó más la casa, hasta su muerte veinte años después, cuando ya iba a cumplir setenta.


EL PADRE no distinguía individualmente a sus hijos: eran “los muchachos”, en grupo -dos varones, tres muchachas-; pensaba colectivamente en ellos y creía ver en todos las mismas actitudes de rechazo, gestos de seriedad y prisa, sonrisas reticentes. No quería tener mucho qué ver con ellos, ni siquiera con Andrés, el menor de todos, que se le apegaba: “Anda, ve con tu mamá”; pero Andrés se le quedaba mirando y le preguntaba si no quería que fuera a comprarle sus cigarros y sus tehuacanes.
Cuando Andrés oyó que su padre había puesto otra casa, pensó en escaparse a vivir con él. No lo hizo por miedo: a que el viejo lo rechazara y a que la familia lo castigara. René, en cambio, no soportó la vuelta del padre y aprovechó la primera oportunidad para largarse de casa: se inscribió en un seminario como habría podido entrar al ejército. Dos Renés en la casa eran demasiados.
Andrés se puso feliz de quedar solo en el cuarto y de no ver más a su hermano, que se hacía el machito y el sabihondo, y a cada rato estaba regañándolo. Pero la madre le prohibió que tocara las cosas de René: debían quedar tal como las había dejado, para que los escasos días al año que la visitaba, siguiera sintiendo que ésa era su casa. Las mujeres reprochaban al viejo que René no siguiera viviendo con ellas; y a Andrés, que no imitara su ejemplo y que les resultase torpe o inferior cuando lo comparaban con el hermano exiliado. En su ausencia, René llegó a ser una figura abrumadora: se releían y comentaban sus cartas en la comida, y su mirada dura en el rostro limpísimo de los retratos enjuiciaba la vida de la casa. El padre se desentendía cuando hablaban de René: se distraía, se retiraba o, de pronto, tras su periódico deportivo, se encolerizaba o reía por las crónicas de los campeonatos de beisbol.
-Desde chiquillo René se creyó mi rival. ¿Rival de qué? Si quería la familia para él solo, que se quedara con ella... Pero no era ése el problema, sino... -sólo que muchos años después, cuando el viejo hablaba con Andrés de esto, de repente se interrumpía y ya no quería acordarse de nada.


ANDRÉS procuraba estar en casa el menor tiempo posible. Sentía que estorbaba: encendía muy bajo el radio de su cuarto para no interferir con la televisión de la madre, ni provocarle molestias a la abuela; aún así, había que apagarlo a las once de la noche y conformarse con el rumor de los discos del padre encerrado en la sala.
Abajo, en el comedor, por las tardes las hermanas ensayaban pasos de baile para las fiestas estudiantiles de los sábados. Andrés prefería hacer sus tareas en bibliotecas públicas y matar los ratos de ocio en el parque: jugando futbol, fumando solo (trepado en el respaldo de alguna banca), o platicando con amigos tan aburridos como él.
Cuando su padre no llegaba a dormir, o llegaba demasiado tarde, Andrés se encerraba en la sala de modo que se creyera que era el viejo quien estaba ahí. Y ponía los discos, y se servía los jaiboles y se sentaba en el sillón acojinado. Empezaron a encerrarse juntos y a conversar largas horas como libertinos. Andrés podía fumar hasta enronquecer y el viejo se acababa sus botellas de whisky de contrabando, hasta que se fatigaba de sus reiteradas historias de boxeadores y beisbolistas, y se iba adormeciendo en su sillón, musitando incoherencias. Andrés lo cubría y apagaba las luces y los aparatos; salía a lavarse las manos y a hacer gárgaras de astringosol para que sus hermanas no anduvieran con el chisme de que ya fumaba.
Con el pretexto de una oferta, el viejo compró otro automóvil y cuando Andrés cumplió dieciséis años le dio el antiguo; le permitió llegar tarde a casa, usar reloj fino y le daba dinero abundante. Ante el escándalo de la madre y las hermanas (que conforme se acercaban al matrimonio se volvían más moralistas), prácticamente amotinadas, el padre declaró una mañana que Andrés ya tenía edad suficiente para fumar en la casa, e incluso en plena mesa a la hora de las comidas.


UNA NOCHE de sábado. Año de 1962. A tres cuadras de su casa, en la colonia Roma, hay una cerrada donde en coches apagados Andrés y sus amigos se reúnen en noches festivas. Andrés se esfuerza porque le guste el alcohol, que traga como malteada en vasitos desechables: no le gusta, pero qué acogedores sus amigos y su valiant: ahí no hay nada qué temer, nadie a quién combatir -los enemigos quedaron fuera, en otros lugares.
Reírse, inventar amores, contar cosas; de pronto pelearse nomás para descargar tanta energía sin empleo. Cuando, después de repartir a sus amigos en sus casas, Andrés llegue a la suya y advierta el terror de su madre, sentirá el rostro hinchado. Si ni le había dolido: unos golpes fuertes, sí, se acordaba: pero todo había sido en juego, riéndose. Su madre y sus hermanas lo regañarán a gritos. Se han pasado las horas bajando y subiendo las escaleras, escandalizadas precisamente junto a la puerta cerrada de la sala para que el padre pudiera oírlas: las once y Andrés no llegaba; las doce, la una, las dos y todavía no había llegado; las tres, las cuatro y “Todavía no llega, papá. ¡Ya no hay nada abierto a esta hora, papá, sólo burdeeeeles!”
Encerrado en la sala, cada vez más ebrio, el padre las escuchaba ir y venir. Llevaban meses quejándose de Andrés y de profetizar que tantas libertades lo encaminaban al abismo. Y cuando Andrés llegó “¡hecho un santocristo, papá!”, “¿Quiénes fueron? ¿Qué le hicieron a mi hijo?”, entre una discusión de llanto, besos y reproches, la madre le gritó que estaba degenerándose igualito que su padre: “¡Si tu hermano René te viera!” Andrés le contestó que no se metiera en lo que no le importaba. El viejo lo oyó, salió tambaleándose de la sala y quiso corregirlo a bofetadas. Quizás si Andrés hubiera llegado más tarde, el exasperado padre habría estallado antes contra las mujeres, pero le tocó a Andrés colmarle el plato: “¡Aprende a respetar a tu madre!”
Andrés desapareció de un portazo, rumbo a la calle. La abuela se asomó a la puerta entreabierta de su recámara y se volvió a encerrar, maldiciendo trastabilladamente los tiempos modernos, pero sin ira, incluso interrumpiéndose a veces con risitas. La alta edad, la debilidad que la hacía dormitar a cada rato, contagiando a los momentos despiertos de la mágica conciencia de la duermevela; el variable humor en que, casi como ruleta, la iban poniendo los múltiples medicamentos mezclados prescritos por el médico (y los que ella insistía en tomar con horarios y dosis que se le ocurrían y no necesitaba explicar a nadie), etcétera, le dieron durante sus últimos meses un carácter azaroso, que variaba arbitrariamente de estado de ánimo entre los más intensos momentos alegres, coléricos, depresivos, lúcidos, sonámbulos que jamás hubiera tenido.
Las hermanas soltaron a llorar, arrepentidas de haberlo llamado “vago” y azoradas de lo mayorcito y viril que se había puesto Andrés de pronto: si todavía la mañana anterior había sido para ellas un pequeño...
En la cocina, la madre se mordía levemente los dedos para sofocar un poco el ruido de su llanto, pensando que ahora sí había perdido a todos sus hijos: la hermana más grande ya tenía fecha de boda, y las otras dos no tardarían mucho en casarse: René sería cura, y Andrés, el pobrecito (crecía el llanto), el más descuidado, no comprendería jamás que no era culpa de su madre haberlo criado cuando ella ya estaba cansada y harta y asqueada: y todo por aquella mala hora en que se había casado con un bruto capaz de golpear con tanta saña a su propio hijo (varios años sin hacer el amor, sin conversar, ¿desde cuándo? ¿por qué? ¿cómo se encontraban ambos súbitamente tan feos y tan cansados? ¿cómo habían permitido que se les agriara el carácter? Esa era la palabra -se detiene el llanto, el rostro se endurece en las facciones de la desesperación-, se les había agriado... el corazón). La señora recordó que hacía tres años que no pintaban la casa, que no habían adquirido nuevos muebles; el propio cielorraso de la recámara matrimonial se estaba viniendo abajo. Su marido se ponía imposible cuando le sugería algún gasto extra: “Claro, como se lo gasta todo en sus borracheras con queridas de lujo”.
El padre se encerró nuevamente en la sala, con su jaibol y sus discos de Nat King Cole, pensando sonriente y triste en ese hijo tan curtidito; orgulloso de lo recio que había resultado. A ratos se asomaba por la ventana buscando el valiant entre los coches estacionados en la calle. Hasta le daba gusto no encontrarlo. “Un muchacho así tiene el mundo para él solo. Quién tuviera sus años”. Se quedó pensando muchas cosas más hasta dormirse bajo todas las luces de la sala, mientras el tocadiscos repetía suave y como interminablemente, canciones del tipo de Three coins in the Fountain.


MANEJANDO en valiant a las cuatro y feria de la madrugada, Andrés no sentía estar viendo él mismo aquello: como si mengano o fulanito se hubieran metido en su cuerpo y anduvieran viviendo por él; a él no le correspondía tener una libertad que no quería, sin atreverse a pasar la noche en un hotel ni a entrar tan a deshoras a una fondita nocturna; sentía culpa de andar solo en horas solitarias por lugares en los que no tenía nada qué hacer. ¿Y si un policía lo detuviera y le preguntara qué tanto andaba rondando a las cinco de la madrugada por ahí?
No era rencoroso, o estaba tan habituado a serlo que nunca actuaba su rencor de inmediato: lo asimilaba, lo dejaba desarrollarse naturalmente en su carácter. Habría vuelto a casa el domingo a primera hora; pero conforme terminaba la madrugada, se fue sintiendo demasiado débil para soportar la escena familiar que lo esperaba. Nervioso, confuso, hambriento, en cuanto empezó a clarear se vio incapaz de decidir nada, y recurrió a alguien que pudiera tomar por él una decisión, y dársela ya construida y lista para ponerla en práctica: su maestro de química en la preparatoria: un gordo paternal que solía preocuparse por sus buenos alumnos, darles consejos.
Andrés estuvo un rato dentro del coche, haciéndose al ánimo; bajó y tocó el timbre, tuvo que tocarlo varias veces; cuando el maestro (en piyama y bata) lo recibió, la debilidad y la confusión se acentuaron en un sentimiento de ridículo: ir a despertar a la gente precisamente en domingo y a las seis de la mañana nomás para pedir consejo. Llegar a esa hora, con el labio inflamadísimo, la cara de no saber qué hacer, exigía una explicación más complicada que la nadería de unos insultos domésticos y unos bofetones de papá. Para no hacer más el tonto, exageró su drama: mientras el maestro tragaba tazas de café y su esposa le curaba el labio y otros rasguños (con tal vez mayor dolor que el que sufría un Andrés aletargado y como sonámbulo), fue inventando detalles, diálogos trágicos, que no podía organizar, sino embrollar más y más ante la mirada atónita del maestro, que tuvo que forzarlo a posiciones claras:
-Una de dos, muchacho: o aceptas que aún estás verdecito y entonces no te queda sino someterte a lo que dispongan tus padres, que para eso lo son; o decides que, por el contrario, ya estás bien maduro y puedes jugarte tu vida por ti mismo, manteniéndote y asumiendo todas tus responsabilidades. Escoge.
Andrés no quería liberarse de nada, pero sonaba tan humillante la primera opción, y había hecho un retrato tan grotesco de su familia, que debió pronunciar palabras que nunca había pensado, ni deseaba.
-Te felicito, pues. A tu edad yo hice algo parecido. Siempre me ha molestado que los niños de familia, incluso ya bigotudos, sigan atenidos a las faldas de mamá. Uno debe aventurarse solo por su Destino: forjarse, escarmentar, hacerse hombre...
Mientras tanto, la esposa despertaba a sus hijos, les daba de desayunar y los mandaba confundidos y ojerosos a misa de ocho, para que Andrés pudiera dormir en su recámara, entre adornos infantiles y juguetes, hasta el mediodía, cuando despertó y bajó a la sala sin la menor idea de cómo desembrollar el lío. Ahí estaba su padre, conversando con el maestro. Andrés se enfrentó a un hecho consumado:
-No me había dado cuenta de que odiaras tanto la casa, hijo: si yo tuviera tu edad seguramente también andaría buscando lugares mejores... -Andrés quiso abrazarlo, no se atrevió; puso cara de apenado, buscó los ojos del maestro, que lo miraron triunfales-. He sido un mal padre; no, la nuestra no es una familia ejemplar... pero ahora que has decidido cortar por lo sano, hazme el favor de contar conmigo, ¿quieres, hijo?
Esa misma tarde Andrés se instalaba en una casa de huéspedes. El viejo le dejó el coche y acordaron que le daría una mensualidad durante el medio año que restaba para el fin de cursos en la preparatoria. Luego le consiguió trabajo en un banco, que nada más le ocuparía las mañanas, de modo que podría ir por las tardes a estudiar para contador en la Universidad.


DURANTE los primeros meses la soledad lo ponía nervioso: se encontraba irreconocible, sin saber qué le estaba pasando: “por qué de pronto me violentaba, me molestaba, me aburría o me entraban unas alegrías de loco”. Le habían invertido su papel: había sido el chico que se creía culpable y trataba de ganarse a la gente fingiendo bondad, simpatía, buenas calificaciones, conducta modosita; ahora sus antiguos amigos de barrio lo miraban con envidia y hasta con fascinación, le imaginaban una vida disoluta y libérrima; y él tenía que inventarles cosas cuando lo rodeaban para que les contara su nueva vida -que, en realidad, no era sino estarse muchísimo tiempo en su cuarto de la casa de huéspedes, concentrándose en sus tareas y hasta pasando en limpio apuntes sobre los que ya lo habían examinado, para llenar las horas enormes. Los buenos chicos con quienes se había juntado le rehuían o querían verlo actuar todo el tiempo como Desadaptado; y tampoco ahora le gustaban a Andrés los desmadrosos con copetes a la Elvis Presley, suéteres geométricos de muchos colores, sábados bailables de rock fresca y pleitos a pedradas a la salida del futbol americano.
Prefería aburrirse en su cuarto o en los parques, con un tedio que le empezó a gustar: se le fue haciendo entrañable, de modo que ya no se arrepentía de vivir fuera de casa.


SUS COMPAÑEROS del banco tampoco le interesaban: empleadillos que se casaban jóvenes y alquilaban minúsculos departamentos, donde se reunían con parejas similares a ver televisión y a emborracharse, mientras discutían fanáticamente de cosas que no comprendían: Kennedy y López Mateos, el por qué subían los precios; el pro y el contra de los indios y los españoles; el comunismo y la democracia, los platillos voladores, las marcas automovilísticas, hasta culminar en los gritos y las escenas violentas con puñetazos y cuchillos, que nunca faltaban aunque rara vez pasaban a mayores, mientras entre los barrotes de los muebles y la confusión de las discusiones, sus muchos bebitos también se mordían, arañaban y arrebataban las frutas y los juguetes. Y la atmósfera del terror a la miseria, y siempre al borde de ella, defendiendo a morir la módica seguridad adquirida.
Pronto adoptaron a Andrés dos compañeros de la casa de huéspedes, sinaloenses, estudiantes de medicina, que le enseñaron a tocar la guitarra y lo llevaban a veces a cabarets. Andrés se emocionaba al oír sus aventuras: cómo se hacían pasar por obreros, por ejemplo, para ganar la confianza de sirvientas jovencitas, de las menos indiolonas. Les gustaba recorrer Insurgentes por la madrugada, en el valiant, acercarse a las esquinas de prostitutas; esperar a que alguna llegara despacito, volteando para todos lados por miedo a la policía; se detuviera en la ventanilla, y espetarle entonces en trío y a bocajarro un “¡puuuuta!” resonante.
Perseguían a los coches en que sólo viajaban solitarios o parejas. Les iban echando el valiant encima, les golpeaban las defensas, se encarreraban tras ellos como asaltantes o violadores si trataban de huir, amenazándolos con un choque sabrosssso; sólo para detenerse hábilmente a unos cuantos centímetros del otro automóvil, que ya esperaba el impacto, y gritarles un “¡qué susssto!”, cagados de risa.
-Pero no eran malos tipos, papá; no llegaban a hacer daño: sólo finteaban. Deberías haber visto las caras de entusiasmo que ponían. Entonces de veras gozaban en serio. Me pregunto qué habrá sido de ellos después de tantos años, si encontraron en su profesión, en sus familias, el placer que a veces les daba la violencia.
El viejo entrecerraba los ojos para saborear el vino, lo paladeaba chasqueando la lengua, lo deglutía; suspiraba feliz, sonreía; se concentraba en su plato para cortar un geométrico trocito de carne, se limpiaba los labios con las orillas de la servilleta, después de chupárselos repetidamente con su lengua pastosa y sucia. Entonces exclamaba: “No está mal el filetito, ¿verdad? Nada mal”. Esto era una década después, cuando el viejo sesentón que parecía de ochenta y Andrés, se iban a veces a tomar y a comer como simples compañeros de juerga. El viejo se emocionaba con todo lo que le contaba Andrés, seguía bebiendo aunque el médico le había prohibido el alcohol con las expresiones más macabras; y en fin, qué se le iba a hacer, se echaba otros cigarritos con todo y el fantasma del enfisema. Luego no quería que Andrés lo regresara a la tienda ni lo encaminara a casa. Le gustaba pasear solo una media hora, sonriente, con su pesada y oblonga figura, pensando en las anécdotas de Andrés, por las calles del hermoso sol de las cuatro de la tarde.


DOS


EN CUANTO se divorció de Guillermo, su primer marido, Irene entró a trabajar al banco y fue ascendiendo lentamente. No quiso volver con su familia; se empeñó en vivir sola y ser autosuficiente. En 1963 no eran tantas las divorciadas jóvenes que “ya no tenían nada qué perder” con un acostón, y eso representaba asedios y molestias en el trabajo; consintió a veces, sobre todo cuando le servían para mejorar su posición en el banco, “pero es el colmo, Andrés, hasta los mozos se creen con derecho”, y no dejaban de decirle piropos ni de quedársele viendo con verdaderas ganas.
Desde los primeros días de trabajo, Andrés se prestó a acompañarla sobre todo a fiestas y reuniones donde, ya un poco ebrios, algunos compañeros se ponían insistentes. A Andrés le gustaba sentirse caballeroso ahí donde los demás se ponían vulgares y fracasaban. Y encontraba apoyo y calma cuando pensaba, con cierto lirismo, en su amistad pura con una mujer inteligente y hermosa, superior a todas las personas que había conocido. Por su parte, Irene era comprensiva cuando había exceso de trabajo y los empleados debían permanecer en la oficina después de la hora habitual de salida. “Ya es suficiente, Andrés; puedes irte a la Universidad”.
Los demás empleados, humillados porque una mujer los mandase y los tratara casi como a niños, sin mezclarse en sus chistes ni tomarse el trabajo de advertir sus galanterías, cuchicheaban que Irene se quería coger al muchachito. Las cajeras con sus pelucas artificiales de colores detonantes, sus pestañas postizas mal pegadas, sus sudadas fotonovelas junto a los billetes que iban apilando, sus pintadas uñas desportilladas por el tecleteo de las máquinas registradoras (y por el nerviosismo a la hora de cierre de cuentas, cuando de repente saltaba el desastre de algún faltante), se conjugaron para defender a Andrés. Lo previnieron, lo mimaron, le aconsejaron que regresara a casa de sus padres: ¿qué caso tenía estarse rompiendo el espinazo nomás por orgullo, si podía vivir a gusto? Pronto, sin embargo, estuvieron también en su contra, al pensar que él, como Irene, sólo estaba de paso en la sucursal bancaria rumbo a puestos superiores: terminaría su carrera en cuatro, cinco años, y llegaría a gerente, quizás a algo más alto, mientras ellas, las permanentes (incasables, quedadas o esposas malamadas por maridos pobres o adúlteros sinvergüenzas), quedarían ahí con sus mínimos sueldos, en la misma ocupación, perfeccionando año tras año la destreza de apretar teclas de máquinas registradoras. Y eso si corrían con suerte, pues era política de la empresa hacer la vida de cuadritos a las mujeres maduras, cuando no eran guapas o demasiado eficientes, para echarlas y sustituirlas con frescas muchachas que dieran mejor imagen del banco -y cuando no lograban echarlas, las transferían a encerrados locales como bodegas, en la oficina central: galerones con hileras de escritorios mecánicos y un eco constante de máquinas de escribir, de modo que las atractivas empleadas nuevas ocuparan el abrillantado aparador de la atención al público.


AL MEDIO AÑO obtuvo su primer ascenso: lo trasladaron al departamento de cobranzas y cambios de la misma sucursal, que ya no tenía sino escasa relación con el de cheques que dirigía Irene. Aliviados entonces del trato jerárquico, fueron tratándose más. En opinión de Irene, ambos vivían situaciones semejantes: eran solitarios, autosuficientes, con un futuro por delante y un pasado roto, por fortuna, para siempre. Como ya no había mucha oportunidad de conversar en el trabajo, Andrés iba a su casa algunas tardes.
Cada cual podía encontrar en otras personas el amor o la diversión, pero no la conversación. Irene presumía de una glamorosa colección de amantes; entre ellos, tiempo atrás, un futbolista famoso, extranjero (que recién llegado a México, se embrollaba en los trámites bancarios y había recurrido a ella para facilitar los giros a su familia. “¡Fue tan excitante, durante un tiempo...!”) Irene necesitaba hablar de sí misma: percibir fuera de sí, en palabras coherentemente estructuradas, tanto que en vez de expresiones parecieran objetos concretos, las divagaciones que llevaba mucho tiempo haciéndose en el deprimente caos de un pensamiento no verbalizado. Pero hacerlas reales en quien las escuchara en serio, sin la habitual ironía ante las mujeres prepotentes, ni la cálida acogida de quienes sólo enternecidos por el deseo podían interesarse o hacerle la concesión de escucharla a cambio de los beneficios eróticos o sentimentales. Andrés la escuchaba casi con devoción: le decía cosas que él no había pensado ni oído, y que lo cargaban de energía, pues entonces, más que una pasión, Andrés buscaba algún punto de referencia que lo auxiliara a vivir su propia vida.
Con Andrés, por ejemplo, Irene pudo externar su deseo de tener un hijo ella sola: “En cuanto me consolide un poco, escogeré un hombre que me guste para padre de mi hijo; le dejaré creer que es él quien me enamora, y en cuanto me haya embarazado, sin que él llegue a sospecharlo, ciao bambino... Así seré dueña de mi hijo, como de mi casa y de mi dinero, de mis ganas de ir y venir por dónde y con quien me plazca, y que nadie me joda”.


DURANTE esas tardes, Andrés se sentía incluido en los discursos que Irene hacía sobre autosuficiencia, independencia, ascenso en la vida por esfuerzo individual; y admiraba su capacidad de planear tan crudamente la vida, casi con la limpieza de un libro de contabilidad: “Este año termino de pagar el coche y el otro podré juntar para el enganche del condominio... En cuanto apruebe el curso de contabilidad que llevo por correspondencia, y el de inglés, que siempre es indispensable, no más de tres años para todo, nada podrá detenerme... Ahora incluso disfruto de una mejor posición que muchas de mis compañeras de colegio, más afortunadas que yo en sus matrimonios, durante algún tiempo; las pobres ya se han afeado, atontado... y si de repente enviudan o las botan, ya las veo dando la vida por cualquier suelducho, porque no están preparadas para nada... En cambio yo, dentro de unos años podré hacer lo que se me antoje; es más, ya hago y vivo naturalmente cosas que para ellas serían un lujo, todo un privilegio”.
Irene le mostraba, le prestaba libros norteamericanos del tipo de Cómo progresar en la vida, Usted puede triunfar, Cómo tener éxito en los negocios, El poder de la voluntad tenaz, Mujer: rompe tus cadenas, y Andrés (aunque nunca los leyó completos) trasladaba a sí mismo algunas frases que Irene comentaba; le impresionaba, por ejemplo, la libertad desapasionada con que ella hablaba de sexo:
-Por algo los órganos sexuales no están en el pecho, Andrés, sino más abajo, hasta abajo, para que no tengan nada qué ver con el corazón... El amor y el sexo satisfacen necesidades diferentes, la mayoría de las veces... Algún día me podré dar el lujo de ser pasional... por el momento, en esta etapa de planes y cimientos, debo controlarme, distribuirme; tener tensas y eficaces todas las cuerdas de mi personalidad.
Andrés no quería quedarse atrás e inventaba: él también tenía, le decía a Irene, su futuro planeado; tampoco se dejaba conmover en cuestiones sentimentales; si le gustaba una muchacha, se la cogía y ya, y si ésta se hacía la remilgosa ante el acueste, la botaba de inmediato por otra. Por lo pronto, él también estaba en una etapa de inicio, de calcular y analizar; luego ya se vería.
Una noche, al despedirse en la puerta, Irene le apretó la mano y le pidió seriamente que creciera rápido: “Eres adulto, muy adulto de mente, Andrés, pero muy jovencito de cuerpo. Crece rápido. Yo te prometo conservarme pasable varios años más; en eso de tragarnos los años las mujeres somos expertas...” Irene rió en seguida para disolver su insinuación y la tensión de Andrés que, muy rojo, balbucía que ese año había crecido quién sabe cuántos centímetros más.
Durante los siguientes días, Andrés estuvo buscando y repasando la forma de pedirle que hicieran el amor. Pero en las noches, cuando se masturbaba, la mera evocación de Irene era insuficiente y tenía que complementarla recordando precipitadamente a otras mujeres, mucho más jóvenes que ella: compañeras de la escuela, clientes del banco, muchachas apenas entrevistas en el camión o en la calle.
A la semana siguiente, cuando se volvieron a ver, Andrés trató varias veces de llegar a la pregunta clave que había lucubrado en días anteriores, pero se contenía en los momentos propicios para hacerla; dejó pasar varios, hasta que, sobreactuándose, logró hilar una a una esta larga hilera de palabras:
-¿Cómo quién sería el hombre con quien tendrías tu hijo?
-¿Cuál hijo?
-Del que me hablabas el otro día, a quien ni siquiera le ibas a avisar que era el padre.
-A ver, déjame ver; pon un poco más recia la mandíbula, ¿sí? A ver, ponte de pie, que te dé de perfil la luz de la lámpara... Pues tal vez alguien como tú; claro, diez años mayor...
Entonces Andrés estalló; él ya no era un niño, y además nunca la había tratado como a las pinches mexicanas a quienes se cogía y ya; todo lo contrario, le había dado su lugar, y no era justo que ella, en cambio, lo siguiera tomando por un escuinclito. En esta discusión, entre risas y reconvenciones, empezaron a besarse. “Pero no te estarás enamorando de mí, ¿verdad?”, dijo Irene. “Claro que no, tonta, cómo se te ocurre: el amor y el sexo son cosas distintas; te quiero nomás como amiga, pero también me gustas, ¿qué de malo hay en eso?” “Nada. Por el contrario, es un modo realmente civilizado de pensar”, celebró ella.
Esa noche hicieron el amor por primera vez. Aun en la cama estuvieron de acuerdo en que ninguno de ellos se creía los cuentos románticos: Andrés tenía su carrera universitaria que terminar; luego se casaría con una muchacha que sirviera para esposa. Irene podía ser una excelente amante, pero jamás una buena esposa, y además tenía sus compromisos de mujer independiente: progresar, independizarse del banco, formar su propia empresa de promociones comerciales -su gran sueño del que ninguna pasión la distraería. Se gustaban sexualmente, se caían bien, era saludable darle al cuerpo su salida sexual de vez en cuando, pero hasta ahí. Y gozar. Cuando los dos quisieran acostarse, la pasarían de maravilla. Irene estaba totalmente lírica:
-Esto puede ser una relación pura, sin neurosis ni compromisos sentimentales; una relación que no nos ate, que nos haga más maduros, más autosuficientes para cuando, después de superar las etapas preparatorias, establezcamos nuestras vidas separadas.


PERO ANDRÉS rompió el convenio; a las tres semanas de acostarse con Irene ya estaba enamoradísimo de ella. Trataba de contenerse, de que ella no lo notara. En cambio Irene continuaba idéntica y se seguía acostando con los altos funcionarios del banco que la protegían. Y cuando no estaba con Andrés en la cama, lo trataba con la misma distancia amistosa de antes; incluso cuando ellos dos solos, antes o después del amor, conversaban en la sala, se tenían atenciones de amigos lejanos: Andrés no olvidaba encenderle los cigarrillos y ella insistía en servirle los tragos o el café; y cuando entonces aludían a su condición de amantes, lo hacían a través de la ironía o de una superficialidad premeditadas. Y en el banco, Irene le parecía a Andrés mucho más indiferente de lo que exigía el disimulo frente a los compañeros.
Una mañana en el banco, mientras le enseñaba una factura, Andrés le pidió que se vieran esa noche. Ella no podía. Andrés no fue a la Universidad, se encerró en su cuarto de la casa de huéspedes y trató de dormir siesta, pero la quietud física bajo las sábanas exasperaba sus pensamientos. Se levantó, fue a jugar futbol un rato al parque con los muchachos callejeros que ya empezaban a ser menores que él. Cuando dejó de jugar se encontró más celoso que antes, imaginando mil sospechas; previendo las frías, razonables explicaciones que Irene solía darle para calmarlo, y que sólo lo hacían sentirse más desplazado.
Paseó desesperado por la ciudad. Hacia las diez de la noche fue a casa de Irene. Desde la calle vio las lámparas encendidas tras las persianas de su departamento. Subió y tocó varias veces: no se le abrió. Esperó abajo en el valiant. Vio salir del edificio a un funcionario del banco. Salió del coche y se arrojó contra él: lo golpeó en el suelo hasta que algunos vecinos lo arrancaron del cuerpo ya sangrante del funcionario. Trataron de asirlo y llamar a la policía, pero Andrés se desprendió de ellos, trepó corriendo las escaleras y tocó a puñetazos la puerta de Irene.
-Acabo de madrear al tipo ese -dijo violentamente, pero sin atreverse a mirarla a los ojos, fingiendo atender a si alguien lo perseguía en las escaleras.
Irene fue a la ventana; se asomó discretamente por el espacio de dos hojas de la persiana que separó un poco con el pulgar y el índice: alcanzó a ver que el funcionario conversaba con los vecinos, seguramente para disuadirlos de que buscaran a Andrés, pues regresaron a sus casas con gestos de no haber comprendido nada. “¿Y qué vas a hacer ahora?”, preguntó secamente Irene. “Nada, conseguir otro trabajo, ¿no?” Y luego, ante la mirada dura y consternada de Irene, Andrés se aflojó, al borde de la capitulación más lacrimosa: “Perdóname, fue una estupidez, pero necesitaba estar contigo ahora, precisamente ahora...”
-Oh -comentó Irene conmovida-, eres un chiquillo. Te dije que te hubiera preferido diez años mayor.
Andrés entonces se fue apoderando de ella. Primero, como había renunciado al banco y debía ahorrar, dejó la casa de huéspedes y se instaló en casa de Irene. Dos meses después de aquella noche le exigió que tuvieran un hijo, y que se mudaran a otro departamento, más bonito: un hogar que iniciaran juntos, a diferencia de ese departamento en el que tantas cosas ajenas a él habían ocurrido.


PRIMERO halagada por la violencia que había despertado, feliz y agradecida después por la intensidad amorosa de Andrés, Irene cambió sus planes. Andrés tuvo entonces el sueño de amor juvenil que no había conseguido con muchachas de su edad; y ella vivió, un poco tardíamente, la intensidad que los libros y las películas atribuyen a los adolescentes.
Mientras le duraron los ahorros, Andrés no se preocupó por conseguir trabajo. Luego Irene, ya embarazada, se opuso a que trabajara: “Quiero para mi hijo un papá profesionista, no un pobre diablo”. Andrés se ocupaba en chambas eventuales, cuando había exceso de trabajo en compañías cuyos funcionarios él o Irene habían tratado en el banco.
Pero aun con todo el tiempo libre, Andrés estudiaba mal. Antes, la soledad y la falta de cosas qué vivir, le habían permitido dedicarse al estudio con una desesperación que él había creído disciplina; ahora no duraba con los libros más de quince, veinte minutos, y ya estaba ayudando a cocinar a Irene, cambiando los muebles de lugar, queriendo oír las pataditas del bebé a las cuantas semanas de embarazo, ocupando en barnizar unas sillas toda la noche anterior a un examen difícil que además no había preparado. Reprobó varias materias.
No estaba idealizando a Irene, sino descubriéndola; su amor aumentaba cuanto más descubría en ella. Y no era solamente Irene, sino sobre todo un deslumbrante conocerse a sí mismo de un modo que jamás hubiera sospechado, y por añadidura a la demás gente. Al obsesionarse y pensar mucho en ella, al rumiar lo que Irene decía, al intrigarse por los otros amores que ella había tenido, al preguntarse por qué ella decía y hacía tales cosas y no otras, y en precisamente tales momentos y no en otros, fue convirtiéndose en un nuevo, inesperado Andrés, que le gustaba más que los otros Andrés que había sido.
Le parecía entonces que antes de Irene había vivido como un fantasma y había tratado como fantasmas a las personas; no se había preocupado por hallarles sentido a las cosas, ni se le había ocurrido que lo tuvieran, más allá de su presencia inmediata y aparentemente natural. La vida había discurrido entre hechos, gestos y personas que resultaban inmediatos, distribuyéndose en unas cuantas ideas y sensaciones convencionales, simplonas: Bien, Mal, Peligro, Comodidad, Tedio, Alegría, Buena Suerte, Mala Suerte. En la anterior vida plana Andrés no había imaginado que hasta los mínimos gestos resultaran contradictorios: que después del mayor placer sexual, por ejemplo, fuera posible quedarse ambiguo, equidistante del miedo y de la alegría, sólo porque una sonrisa de Irene le había parecido, de pronto, irónica, o porque no había alcanzado a entender cabalmente por qué ella de repente había hecho tal comentario.
Además, se sentía en desventaja; se esmeraba en ser un magnífico amante: se pasaba ratos pensando cómo le haría el amor esa noche, de modo que ella no lo comparara desfavorablemente con amantes anteriores, ni los extrañase, ni fuera a buscar otros. Para estar a la altura de Irene, Andrés andaba despiertísimo, y esa nueva sensación de rapidez nerviosa, de permanente ocupación mental llena de suspicacias y previsiones, le hacían ver de otro modo las cosas. Incluso le modificaban su pasado, al analizarlo desde sus recientes pensamientos; ahora la vida sexual de sus padres, que él había tomado como algo tan natural e intrascendente como las tres comidas diarias, le parecía un enredijo trágico. Trataba de atar cabos. La vida anterior, en cambio, había sido una especie de tejido perfecto, un tapiz en la sala que a nadie se le ocurre analizar, ni que fuera posible analizarlo, y bastaba saber que estaba ahí, y que más o menos, vaguísimamente, tenía tales figuras y tales colores.
Cuando una noche Andrés descubría que Irene gozaba especialmente de tal modo, trataba de repetir otra noche esos besos y caricias, idénticos, y si esta última vez Irene no se mostraba tan feliz, ya había material sobre el cual lucubrar varios días. Irene lo había despertado a un disparadero de posibilidades de sí mismo; al amor por ella, sensualísimo, reunía Andrés un nuevo y mayor amor por esa mejor forma de ser él mismo que Irene hacía posible.
Cada vez se enamoraba más de ella, le exigía que lo despertara más, que lo volviera aún más inteligente y alegre. Una codicia acelerada por llegar más y más allá en las nuevas sensaciones, en los descubrimientos, en las insospechadas formas de pensar y de vivir cotidianamente. Todo ello culminaba al hacer largamente el amor, e Irene quedaba exhausta, liquidada.
Esa intensidad se extendía al tiempo restante y a las otras cosas que vivían juntos. “¿Y por qué hoy precisamente ese vestido?”, exclamaba absurda y furiosamente Andrés en el desayuno. A Andrés le parecía insoportable que después de la exaltada noche juntos, Irene pudiera levantarse tan fresca como si nada, capaz de elegir por sí misma sus vestidos y sus joyas. “¿Por qué hoy el vestido verde? ¿A quién le gustas con ese vestido?”
No cesaba de invadirla, de intentar una y otra vez entrometerse en su carácter: exigirle que se vistiera de otro modo, de cualquier otro modo que se le ocurriese a Andrés, para sentir que él también la estaba modificando, haciéndola a su manera. Y tampoco cesaban su curiosidad, sus ganas de saberlo todo de ella; sobre cualquier cosa le urgía su opinión, e interrogarla del por qué, y del cómo y del para qué de las cosas que ella pensaba, en una ofensiva permanente de preguntas. Y a su vez se esforzaba por contarle cosas emocionantes o inteligentes para que Irene no fuera a creerlo un pendejo.
Sólo quedaba satisfecho cuando la extenuaba de amor, de conversación, de risa, de fatiga física; entonces sí la sentía indudablemente suya.
Cuando Irene se negaba a ir al cine al regresar del banco, o no quería hacer el amor en ese momento, o se oponía a ir a nadar o de camping o al futbol de los domingos, Andrés se enfurruñaba de inmediato y pensaba para sí: “No la satisfago”, “La muy perra se está ahorrando para otro” o, lo que más lo irritaba: “Se está ahorrando para sí misma”.
Por otra parte, tampoco terminaba de exigirle que ella lo siguiera cambiando, haciendo otro: le calcaba sus expresiones, su gusto en el vestir (iban a tiendas juntos), sus opiniones aun sobre las minucias de cualquier programa de TV, sus preferencias en la comida y los tragos. E Irene lo veía hacerse más y más alegre, más listo: crecer a expensas de ella; en unos meses Andrés había multiplicado sus ideas y el modo de combinarlas y ejercerlas. A veces Irene sentía envidia al ver rasgos suyos que se trasplantaban a Andrés, y en él florecían mejor. Hubo platillos que ella le enseñó a cocinar y que pronto él preparaba mucho más sabrosos. Incluso Andrés le aprendió la ironía y la usaba contra Irene, lastimándola aguda y eficazmente. Opiniones liberales del sexo, del amor, del dinero, que a ella le habían llevado años, en unos cuantos meses parecían más propiedad de Andrés (con su cara de niño, sus hoyuelos en las mejillas), como si en él hubieran nacido espontánea y graciosamente.
A veces Irene se sentía saqueada, pero no: también ella había mejorado: se sentía feliz. Si algunas veces literalmente le aterraba regresar del banco a casa, fatigadísima, para salir al cine, platicar hasta enronquecer, preparar con Andrés cenas complicadísimas, hacer el amor hasta bien entrada la madrugada, al día siguiente se levantaba con el cuerpo, aunque laso, ligerísimo, reconciliada con la realidad. “Oh, Andrés, no seas desconsiderado. Ya sabes cómo nos explotan en el banco: llego rendida... y además, yo ya no soy como tú un volcancito de diecinueve años”, pero lo decía en tal tono que era más una invitación que un reproche. “Te voy a acabar todita, todita”, amenazaba riendo, agradecido, Andrés: “Hasta chuparme los dedos”. Y en efecto volvía a chuparla, a mordisquearla, a hacerle cosquillas, a recorrerla; volvían a dar las tres, las cuatro de la madrugada, y ellos seguían entre el placer y la risa o las discusiones sobre cualquier tema. “Deberías ser considerado con tu hijo... Va a nacer cansado”. “¡Va a nacer entrenadísimo, por el contrario!”


AUNQUE Andrés había seguido viendo a su padre con frecuencia -cada dos o tres meses lo llamaba por teléfono a la tienda de artículos deportivos, y se iban por ahí los dos solos, a cenar machitos o chiquita por Bucareli-, no le contó que había renunciado al banco ni que había dejado la casa de huéspedes: el viejo tampoco sabía de Irene ni que Andrés estaba reprobando los cursos.
Sólo casada legalmente podía Irene aprovechar las vacaciones, gastos de maternidad y otros beneficios que daba el banco; además, podían forzarla a renunciar si se le notaba el embarazo todavía soltera. Decidieron casarse. Como Andrés no cumplía aún veintiún años, necesitaba la autorización paterna. Invitaron al viejo a cenar, le contaron su historia y el padre sonreía, orgulloso de qué hermosa mujer se había conseguido su hijo: “¡Pero quién lo diría: cómo has cambiado, Andrés! ¡Qué hombrecito! Siempre lo he dicho: ¡la mejor universidad para un muchacho es una buena mujer!”
Irene supo ser indiscreta: necesitaban dinero y no convenía que Andrés siguiera descuidando los estudios con esas chambitas de auxiliar de contador que, además, sólo conseguía esporádicamente. El viejo les propuso ayudarlos, mientras Andrés obtuviera buenas calificaciones (“Considera que tu trabajo es la escuela, hijo”). Andrés protestó: un hombre casado debía trabajar, etcétera. Pero el padre contraprotestó: “He sido un mal papá, déjame al menos ser un buen abuelo”.
Se casaron casi en secreto, pero cuando bautizaron al niño, llamándolo René en honor al viejo (al fin y al cabo el otro René iba para cura capón), Irene dio una fiesta. Andrés volvió a ver a la vieja raza de empleadillos que algo se traían, se cambiaban guiños cómplices, destacaban con un tonito francamente sarcástico lo ¡muchísimo! que el bebé se parecía a Andrés; sacaban a relucir al menor pretexto el nuevo ascenso que esperaba a Irene en cuanto se reincorporara al banco.
Andrés no se había preocupado de cómo Irene se había deshecho de sus antiguos protectores, pero en esta fiesta se le ocurrió que ella podría muy bien haber inventado algo por el estilo de que alguno de ellos (¿el funcionario a quien Andrés había mediomatado?) la había embarazado obligándola a buscar un chavito inexperto que diera el apellido. Recordó fugazmente a aquel funcionario, cuando le suplicaba en el suelo con esos ronquidos quejumbrosos que el terror y las manos de Andrés en su cuello le permitían.
Entre los brindis, los chistes de mal gusto, las felicitaciones irónicas; entre mambos y cumbias distorsionados por la roma aguja del tocadiscos, Andrés se concentró para recordar minuciosamente la época en que había embarazado a Irene, y asegurarse de que habían estado juntos todo ese tiempo y no había podido engañarlo. “Es en vano, pensó, la muy perra pudo acostarse con cualquiera en horas de oficina, y hasta en el propio banco; encerrados en un privado, ella con las medias puestas y las pantaletas en las rodillas, el otro con corbata y apenas desbraguetado, entre un excitante insistir de timbres telefónicos”.
Esa noche, después de la fiesta, Andrés la golpeó por primera vez. Pensó en abandonarla, pero durante casi un año se había olvidado de sí mismo, a tal grado que ya no recordaba sino borrosamente al Andrés que había sido antes de conocerla. Ni idea de adónde ir ni de qué hacer solo. Era como si regresara a la madrugada en que se había ido de casa. “Pinche puta”, pensó, con el dolor de no poder desprenderse de ella. Dos meses después, Irene cumplió treinta años.


COMO SI EL NACIMIENTO de René hubiera concluido aquella temporada de vacaciones que había sido el año anterior y hubiera que regresar a la normalidad, Irene retomó la misma personalidad que Andrés había conocido al principio. Nuevamente dinámica, apresurada; regresó a sus estudios de inglés y a los de comercio y contabilidad, por correspondencia. Fue aplazando las relaciones sexuales a dos y a una por semana, y fueron frecuentes los días en que apenas se veían. Andrés, acostumbrado a dejarse llevar por ella, fue desalentándose, olvidando los coitos festivos y sofisticados hasta aceptar el acto más o menos rápido, casi una mera efusión higiénica a la que llegaban previamente exhaustos. Andrés quedaba muy insatisfecho; a veces se masturbaba junto al dormido cuerpo de Irene, después de intentar en vano despertarla. Una noche en que se estaba masturbando a su lado, Irene empezó a tener pesadillas: gemía, se movía, murmuraba, impidiéndole concentrarse; interrumpió enfadado la operación y se quedó mirándola. Ella daba volteretas, se le contorsionaban las facciones, de pronto quedó despatarrada y quieta, como vencida por algo que estuviera soñando. Andrés fue a terminar su asunto al WC.
Buscó amantes entre sus compañeras de la Universidad, pero antes había presumido tanto a su mujer, que todas lo sabían casado y sólo las más feas le hacían algún caso.
Mientras Irene trabajaba en el banco, tomaba cursos, multiplicaba sus relaciones sociales con los empresarios, gerentes, funcionarios, empleados de otras empresas que en la sucursal conocía (obsesionada en su sueño de, primero, independizarse del banco, y trabajar como agente free-lance de promociones comerciales para, segundo, ir asociándose con otros buenos agentes insatisfechos en sus compañías y formar una empresita con ella que, tercero, terminaría con los años por ser sólo suya), Andrés se especializaba en dejarse seducir por mujeres casadas a quienes sus maridos amaban por las noches deficientemente y durante el día abandonan en un ocio doméstico desesperado.
Se propuso convertirse en un excelente amante frío, objetivo, con un virtuosismo impersonal, fuera de atmósferas sentimentales: perfeccionar su habilidad en los actos meramente físicos del amor, y ensayar nuevas situaciones sicológicas, como el juego íntimo y helado de burlarse silenciosamente de esas mujeres: incitarlas hasta que perdieran la fachada y se entregaran con gestos tan efusivos que él fácilmente pudiera caricaturizar, para su diversión solitaria: ir pensando en la calle -con apenas una sonrisa- en sus muecas y gestos.
Escondía tras su cara inocente, que aún no perdía todos los rasgos de brutalidad y de desprotegida pureza que había tenido de niño, todo lo que pudiera personalizarlo, de modo que quedase perfectamente adecuado al tipo de inexperto muchachito de veinte años ansioso de amor. Sabía que las mujeres tontas no podían descubrirlo, porque en vez de mirar adoraban a secas una previa imagen idílica, como en las fotonovelas; y ya había aprendido a evitar instintivamente a las mujeres listas.
Entre más nerviosas viera a las esposas malamadas, peor arregladas, con más deplorable gusto maquilladas, más sudorosas en el supermercado, más torpes al sonreír, más cargadísimas de bultos por lo calle, Andrés se excitaba mejor; las seguía con paso seguro; las medía por el rubor y la frecuencia con que volteaban. Y ahí iba con su playera T, se mezclilla deslavada, por esos rumbos. Aunque las miraba con perfecta naturalidad, sabía que ellas juraban que era una mirada tímida, como los enamorados de a de veras: los jóvenes. Volteaban una vez, desarregladas y sudorosas en una mañana tan atareada en mandados, niños, compras, quehacer; avergonzadas de haber salido tan feas y descuidadas a la calle, halagadas de aun así gustarle al muchachito (“¡qué tal si me hubiera arreglado como de soltera”!); y esperanzadas o inhibidas por su figura tan seria, caminando tras ellas, tan casi un niño, dando vuelta por la misma esquina. “No, es sólo una coincidencia, si realmente me estuviera siguiendo procuraría al menos disimular un poco... ¡pero sí, claro que me sigue a mí!” Furiosas: “¡cómo se atreve!” Nerviosas: “¿qué hago, Dios mío?” Mujeres aterradas cuando, al llegar a sus feos edificios, con tantos años sin pintar, sin reparar, sin reponer los vidrios rotos, el muchacho se instalaba frente a ellos con las manos en los bolsillos, y a veces hasta rascándose ahí, pero con toda inocencia: mirándolas fijo... Se le podía tomar por un cínico, hasta por un degenerado, si no fuera por esos ojos, ay, tan tímidos.
Andrés las veía entrar a sus edificios. Las esperaba. A veces asomaban a la ventaba como si buscaran a sus hijitos en algún remoto lugar de la calle. En media hora saldrían con cualquier pretexto, para regresar de inmediato a casa. Un cuarto de hora más y volvían a salir, muy arregladas -ya con medias y zapatos de calle (no aquellas feas zapatillas deshilachadas con que habían ido al súper, dejando ver, cuando se les zafaban, que era a cada rato, los talones callosos, los chuecos y casi atrofiados deditos de los pies)-; podían dirigirse al teléfono público, y de pronto no encontrar veintes en sus monederos; todas apenadas tenían que pedirle uno precisamente al muchacho que acaba de llegar y esperaba su turno tras ellas.
A veces las mujeres tardaban más en salir o se encerraban histéricamente en sus mínimos departamentos, entre muebles baratos, ropa sucia que lavar, muñequitos de porcelana, plástico o peluche. Había entonces que volver al día siguiente cerca de la misma hora, casi con la misma despreocupación, al supermercado, la caseta telefónica, la esquina del camión, la puerta del jardín de niños o de la escuela primaria. Había que insistir, a veces, dos o tres días; pocas veces más de tres. Y cuando no caían, era ya bastante recompensa para Andrés imaginar la probable inquietud que la tentación les había causado.
El misterio como de película de espías. La aprensión de las mujeres, la entrega nerviosa, el escándalo y los lloriqueos en el hotel, en algún baño público o en sus propios hogares, al iniciarlas en prácticas sexuales poco hogareñas. El dejarlas (sin que Andrés actuara más allá de su inercia, apenas como un catalizador) que fueran descubriendo por sí mismas el amor-de-su-vida, y se enamoraran perdida, grotesca, gelatinosamente de él. Primero que lloraran de remordimiento por los buenos de sus maridos, luego por su propio honor y por el qué iba a ser de ellas. Que trataran de obligarlo a jurar que jamás las abandonaría. (Andrés no juraba: les hacía tenues bromas, les besaba el cuello, les lamía las mejillas lacrimosas). Que le propusieran huir con todo y los chiquillos. En este punto Andrés prefería esfumarse, y desde lejos imaginarlas solitarias, en el clímax de su desamparo, vengándose a nalgadas con sus hijos, atenidas a maridos tan cansados, tan empleados de ocho insufribles horas diarias, tan pasajeros de camiones atiborrados que tardaban exasperante hora de ida y exasperante hora de regreso entre sus casas y sus trabajos; tan hartos de ellas como sus esposas de ellos, y tan inermes: buscando raras y monótonas ocasiones de alegría en las borracheras, los pleitos, alguna aventurilla.
A Andrés le gustaba imaginar lo que aquellas mujeres pensarían cuando sus maridos las abrazaban indolentemente frente a la TV.


A VECES, involuntariamente, más a causa del azar, del clima, de coincidencias de buen humor y vitalidad, Andrés e Irene volvían a la intensidad primera algunos días, hasta gastarla; luego se toleraban menos. En cambio, Irene era permanentemente efusiva con el bebé; corría niñera tras niñera porque a todas las encontraba demasiado torpes.
Andrés también quería a René, al principio: le era simpático, lo divertía a ratos, pero le parecía algo apenas humano, inexpresivo y exasperante. Se veía reducido, las más de las veces, a un mero espectador de una tierna escena maternal que lo excluía; y se refugiaba en sus estudios y en las revistas de mecánica y deportes, mientras la madre y el niño jugueteaban, reían, ensayaban balbuceos y pasitos. Para poder sentir al bebé, para comprenderlo, Andrés lo forzaba, ya haciéndole aspavientos que más aterraban que alegraban a René, ya pellizcándolo o jalándole las narices, o bien jugando con él bruscamente: lo aventaba como pelota contra el techo y lo cachaba en agilísimo giro de basquetbolista, o lo hacía girar como avioncito a una velocidad que, a veces, también a Andrés mareaba y le provocaba un leve dolor de cabeza.
Cuando Irene dejó el banco y se puso a trabajar por su cuenta, andaba más atareada que nunca. Andrés se pasaba fuera de casa la mayor parte del tiempo, sobre todo cuando, en 1968, las movilizaciones estudiantiles le permitieron conocer abundantes muchachos y muchachas de su edad, o más jóvenes; le dio por sobreactuar su juventud como agresión a Irene, que a los treinta y cuatro años quería parecer una elegante señora ejecutiva. René crecía un poco consternado y temeroso ante los variables estados de ánimo en que oscilaba el hogar.
En 1970, semanas después del sexto cumpleaños de René, Andrés alquiló un departamento en la colonia del Valle, y se fue a vivir ahí la vida de soltero que, decía, su prematuro matrimonio le había impedido. Irene no trató de retenerlo: no convenía dejar de vivir etapas que uno sintiera necesarias.
Durante los años siguientes Andrés reasumió responsablemente sus estudios, en los que resultó brillante; terminó su carrera y se colocó en un buen empleo. Irene abrió, con otros agentes, una pequeña empresa de promociones comerciales. En 1974 aún no se divorciaban legalmente, se llevaban bien las veces que se veían y ninguno de los dos había estabilizado otra relación como para pensar en nuevos matrimonios. Irene creía que podrían volver a vivir juntos, tarde o temprano, “aunque claro, los bellos años pasaron ya, y sería una relación más adulta, más abierta; propia de gente moderna y no de esposos anticuados”, le explicaba a su sicoanalista.


TRES


LA FIESTA había sido un desastre. Como tantas otras que Andrés conseguía en bares y cabaretuchos de música tropical, cuando las copas desinhibían a la gente, y podía entonces mezclarse con desconocidos que lo invitaban a lugares lejanísimos, en las afueras de la ciudad, condominios o casas en eterna e improvisada construcción, donde seguir bailando y bebiendo hasta el amanecer.
Muchas veces resultaban aburridas: la gente desertaba o se quedaba dormida de tan borracha; otras, salían violentas. Pero en algunas ocasiones Andrés había conocido buenos amigos, y muchachas con quienes acostarse a gusto, incluso hasta andar con ellas breves temporadas. Y aunque esa noche, en el Abracadabra, ya se le cerraban los párpados y le ardía un poco el estómago, aceptó en cuanto lo invitaron a una fiesta por el rumbo de Observatorio. Subió en el coche a cuatro alegres compadres, que se habían robado del bar media botella de ron, y cruzó la ciudad entre gritos y canciones.
Era una casa en medio de baldíos; dos pisos, sin pintar. El dueño la había hecho a la vez de arquitecto y de maestro de obras: había sido chofer materialista, ahora poseía varios taxis, tenía tres familias -aunque legalmente permanecía soltero- y le encantaba el desmadre. Fueron llegando otros coches, con la gente más diversa: oficinistas, estudiantes, desempleados con delirios de grandeza y a punto de conseguir altas chambas en el gobierno, pues invariablemente se decían parientes, protegidos o amiguísimos de políticos triunfantes.
Los escasos discos que había en la casa se repetían fastidiosamente. Quizás el frío, su propio cansancio, la exagerada alegría del gordo, canoso, divertidísimo anfitrión, inhibieron a Andrés y lo obligaron a quedarse aparte, oyendo conversaciones, sonriendo tímidamente con gestos que nadie tomaba en cuenta. Se fue de la casa. Arrancó violentamente para despertarse un poco. Siguió por la moderna avenida con exceso de velocidad, pasándose los altos. Frenó de pronto. Unos diez metros adelante, por la banqueta, zigzagueaba una muchacha ebria, cubierta por una gabardina. La perseguía insistentemente un volkswagen lento.
-Vayan a re, a re, a re... -la muchacha se trababa: abría y cerraba con fuerza los ojos, tratando de mantener el equilibrio; por fin logró gritar: -¡Chinguen a su madre!
Andrés se emparejó al volkswagen: eran dos adolescentes más aterrados que emocionados con la idea de raptarla. “¿Qué se traen, cabrones?”, gritó Andrés desde el volante; les cruzó diagonalmente el coche. Los muchachos subieron de inmediato los cristales de las ventanillas, apretaron los seguros, metieron reversa, esquivando el inmóvil coche de Andrés, y huyeron precipitadamente con chirriar de llantas.
-¡Puuuutos! -los despidió la muchacha.
-Oye, niña... -dijo Andrés. La muchacha se tambaleaba.
-¡Tampoco usted me va a hacer nada! ¿Lo oye? ¡Tengo más huevos que veinte hombres juntos!
Andrés se bajó del coche. “No te voy a hacer nada. Pero si sigues sola, no llegas ni a dos kilómetros sin que alguien te dé para tus tunas... Esto es Ta-cu-ba-ya. ¿Has estado de día en Tacubaya? Si quieres te doy un aventón de perdis a Insurgentes o Reforma, para que tomes un taxi... o te acompaño hasta que pase uno por aquí, aunque es difícil... Oye, ¿no estabas tú en la fiesta...?
Andrés creyó que la muchacha iba a gritar o a desmayarse; sólo vomitó, pero con espasmos, como si quisiera contener el vómito que le salía contra su voluntad, desgarrándole el pecho. Se acercó a sostenerla. La reconoció plenamente: había llegado a la fiesta con un grupo de estudiantes; incluso había bailado sola aquello de “¿Por qué Huichilanga le dio a Borondongo?”, y el propio Andrés la había acompañado con palmadas rítmicas. Pero ella no podría reconocerlo: Andrés había estado callado y como escondido, calentando en la mano su vaso de cuba que le caía como veneno al estómago.
La muchacha se había escapado de su galán, que (dijo) se había puesto grueso y le exigía que también se metiera con sus amigos. Marta no quiso subirse al coche de Andrés hasta que vio al fondo de la avenida unas siluetas de muchachos que corrían hacia ella.
-¡Súbete! -ordenó Andrés.
Arrancaron. Andrés manejó rapidísimo. En unos instantes cruzaron el enredijo vial de puentes, túneles y desniveles; por poco atropellan a un gato, al que sólo aventaron unos seis metros, como relámpago, contra la alambrada del camellón.
-Aliviánate -dijo Marta-, ¿no ves que los otros venían a pie?


ENTRARON a un Denny’s vacío. En la barra cabeceaba un hombre, frente a un café que ya no humeaba. Una mesera atendía también la caja, mientras un mozo trapeaba el piso de mosaico. Los muebles, las cortinas plegadizas, las lámparas, las flores, los adornos, todo de plástico detonantemente amarillo, rojo o anaranjado, creaban una helada atmósfera aséptica bajo luces intensísimas y clima artificial. El restaurante parecía un aparador exagerado en la discreta ciudad nocturna.
Se quedaron en silencio un rato. No se les antojaban los platillos decorados que se anunciaban en fotos de colores brillantes. De repente oyeron risas. Una muchacha corría por el pasillo, riendo y apretándose el pubis con una mano, sobre una falda corriente, mientras un muchachón fornido se tumbaba en un asiento y trepaba de golpe las botas sobre la mesa, con un gesto prepotente. “Óyeme, pendejo, tráeme un jugo de naranja grande”. Bufó y sonrió y se desperezó anchamente, como para presumirle al mundo la satisfacción de recién haberse venido como un dios.
-Ahorita viene la mesera a tomarle su orden -respondió el mozo-; y por favor, baje los pies de la mesa.
-Te dije que tú me trajeras un jugo de naranja grande; y para que lo sepas, pongo mis patas donde se me hincha.
El mozo no hizo caso, se dio la vuelta, tomó la jerga, se inclinó a remojarla en la cubeta de agua jabonosa. El muchachón se exasperó, se levantó y de una patada en el culo tiró al mozo sobre la cubeta, que se volcó. El ruido de la cubeta coincidió con las risas de la muchacha que salía del baño, tratando de subirse el largo cierre reventado de su falda. La mesera estaba impávida en la caja, dudando entre correr a auxiliar al mozo y el miedo de que eso violentase más la situación. Marta y Andrés se distraían en la ventana. El ebrio de la barra fijó sus ojos turbios y entrecerrados en el caído, como en una mancha del piso.
El muchachón levantó a su amiga, tomándola con el brazo derecho por debajo de las axilas, y la sacó en vilo del Denny’s, riendo y pataleando; arrancaron triunfales en un automóvil del año.
El mozo se levantó, sangraba mínimamente por la boca. La mesera corrió al botiquín y regresó a curarlo. En unos minutos el mundo se había vuelto tenso, duro; la violencia espesaba el aire. Andrés sentía remordimiento por no haber intervenido: “pero carajo, pensaba, si uno va a estar comprando todas las broncas ajenas en esta pinche ciudad”. Miró sesgadamente, temiendo encontrar que Marta lo despreciaba; no, sólo estaba friolenta, reponiéndose de su propia borrachera.
Al salir del restaurante Andrés pensó en reivindicarse un poco, ofreciéndose, si era necesario, a traer alguna medicina de una farmacia nocturna cercana; lo disuadió el gesto distante con que Marta se dirigió rápidamente a la puerta. El mozo se frotaba el labio con un cubito de hielo.


ANDRÉS siguió deprimiéndose en el coche. Sentía envidia del otro muchachón que, mucho menor que él, se plantaba como un amo violento del mundo, mientras que él repentinamente titubeaba frente a Marta. Nada más faltaba que, después de la escena del Denny’s (como si aquel muchachón hubiera gastado en unos minutos brutales toda la fuerza, y Marta y Andrés quedaran exhaustos, casi reducidos a niños con sueño), Andrés resultara un casto colegial que caballerosamente conduce a una muchacha a casa, y ahí la deposita intacta, con apenas un beso, un saludo y una futura cita corteses. Sintió ganas de ser cínico, vulgarmente carnal, y que sólo así podía rescatar su imagen viril ante Marta y sobre todo ante sí mismo.
-Podríamos ir a casa -dijo-. Si quieres dormir conmigo, yo feliz; si prefieres dormirte sola en un sillón, bueno... pues yo esperaría a que te durmieras para hacerme, solito en mi cama, una gran puñeta en tu honor... No es que me las dé de buena honda, pero me siento tan deprimido que no podría abusar de nadie...
-Vamos -dijo Marta.
Andrés modificó de inmediato las facciones que había impostado al hablar: se aflojó, sonrió, buscó a tientas el botón de la radio, sintonizó una estación de música clásica. Se sonrieron en los altos. Y en una atmósfera cálida, como si llevaran años de amantes, y hubieran dejado de esperar uno de otro desastres, sorpresas, paraísos, violencia o pasión; y en vez de la selva erótica y emocional de internarse en el amor con un desconocido, entre ellos existiese, a cambio, un interior jardín cerrado, cuyo erotismo resultaba más discreto, extendido o diluido en minuciosos matices, enraizado en la familiaridad y la certeza de sentar hogar dentro de un amante bien conocido. Y sobre la aventura episódica y deslumbrante, prevaleciera un tejido doméstico de pequeñas y delicadas conexiones, de convivencia solidaria.
Andrés sentía como si la efusión fuera vencida por el sobrentendido, la sorpresa por el reconocimiento, la aventura por el íntimo compromiso con el otro; como si la exaltación -en fin- fuera vencida por la ternura cotidiana de amar a alguien por lo que módica o generosamente sea, y no por las vagas promesas que sugiere su extrañeza, de modo que uno renuncia a esperar o a soñar más de lo que el otro pueda o quiera ofrecerle.
Durante el camino a casa iba tarareando frases de La sinfonía pastoral.


EN CUANTO entraron al departamento, Andrés echó llave por dentro, disimuladamente. En otra ocasión, después de haber hecho el amor con una rubia simpatiquísima, y dormirse alegremente abrazado a ella, se había despertado solo, sin reloj, sin cartera, ni las llaves del coche (que fue a encontrar días después, abollado, en un estacionamiento de la Unidad Plateros).
Marta de inmediato se metió a la regadera. Andrés preparó unas copas. El baño la transformó: salió convertida en una adolescente cara-lavada, casi colegiala, que de un brinco se metió a la cama como zambulléndose en un sueño feliz.
Andrés, aún vestido, con las copas en las manos, quedó un poco turbado, como cohibido, como si le hubieran de pronto trastocado a una prostituta por su hermana o su novia virgen, y tuviera escrúpulos en acercarse. “¿Por qué no te bañas tú también, eh? Es rico hacer el amor recién bañados”. “Sí, sí, ¿verdad?”, murmuró Andrés, buscando dónde poner las copas. Se avergonzó de su recámara: la cama deshecha, un plato con restos de huevo con tocino en el buró, un cuadro chueco, la piyama tirada por ahí y un calcetín atorado en la antena de la TV. “Yo arreglo esto rápido; métete a bañar, anda”, dijo Marta.
Desde la regadera, Andrés escuchó cierto trajín; luego una estación de radio FM empezó a sonar tranquila, elegantemente: muchos violines.
Al hacer el amor, Andrés divagaba en imaginar qué tipo de muchacha era Marta. A ella no parecía importarle mayormente qué tipo de hombre era él, y se concentraba en las sensaciones. “Parezco estarle haciendo la corte, no el amor”, pensó Andrés. Desde hacía tiempo le daba por pensar en las cosas más dispares en la cama. No lo podía evitar. Por un lado, su cuerpo excitadísimo; por el otro, la mente inventando hipótesis, acordándose de otras experiencias, a veces hasta haciendo chistes mentales, que ni en una sonrisa se expresaban, a costa de sí mismo o de su desentendida amante.
Le gustaba ahora su propia timidez, al ir poco a poco intentando caricias y besos menos convencionales, dispuesto a retroceder en cuanto Marta hiciera un gesto de pudor o de desagrado. Ella respondía igual: despacio, delicadamente, y parecían, pensó Andrés, más que dos personas muy vividas que se habían encontrado ebrias por ahí en una avenida nocturna, y habían venido a coger, dos adolescentes que iniciaban el conocimiento de sus cuerpos, con cierto azoro, con tal suavidad al irle besando los muslos -acariciándolos: tan ligeramente los rozaban sus labios- en un recorrido limpio, sentimentalísimo, hasta tocar como por accidente el pubis con la lengua, y sentir que ella abría los muslos y arqueaba levemente el cuerpo, a la vez que le apretaba la mano; el contacto de los dedos hacía más personal, más sentimental el de la lengua, como si fueran esposos o amantes que, además de excitarse, se quisieran. “Hacía mucho no cogía con esta ternura”, seguía diciéndose a sí mismo, con un tacto tan moroso que Marta abrió los ojos, sorprendida y como interrumpida en su placer:
-Me sacas de onda -dijo ella.
-Me gusta tu piel -se disculpó Andrés, arrepintiéndose al mismo tiempo de decir algo tan pueril.
-También me gustas tú -añadió ella.
Pero Marta estaba tan excitada que no quería entretenerse en romanticismos; Andrés, sumiso ahora, se concentró en darle placer, olvidándose un poco de sí mismo, con el deseo de dejarla feliz. “¿Te gusta?”, preguntó él de pronto; inmediatamente recordó que más bien eran las mujeres quienes le solían hacer a él esa pregunta. Y ellas, como él ahora, parecían gozar mucho de una respuesta exageradamente galante. Marta se acurrucó a su costado. “Eres realmente una niña”, pensó él, pero ya no dijo nada; sólo quería que Marta se durmiera, y entonces acariciarla con la ternura que no se atrevía a demostrarle ahora.
A Andrés le gustaba hacer el amor con mujeres semidormidas; las encontraba más receptivas, más capaces de entrega. En mitad de la noche las acariciaba sin despertarlas del todo, y en ese estado ambiguo en que se le abrían, murmurando incluso los gemidos de placer que, cuando despiertas, reprimían a veces por pudor, Andrés las encontraba más presentes e íntimas; se quedaba en ellas sintiendo cómo, sin despegarse de él -por el contrario, arrebujándosele más- se iban aflojando entre sus brazos al volver de un sueño que Andrés alcanzaba a oír, a sentir inmediatamente bajo su cuerpo, y entonces las besaba atenido a la lejanía en que lo sentían, pero también como una forma de colarse en sus sueños: una lejanía muchas veces más entrañable que los premeditados acercamientos despiertos. Pero fue Andrés, y no Marta, quien se durmió primero.



MARTA salió cuidadosamente de la cama, tomó a tientas su bolsa, se echó a los hombros la gabardina, caminó de puntas a la sala, cerró de paso la recámara; encendió una lámpara, puso un disco de Pink Floyd -después de revisar el montón que Andrés había dejado esparcidos sobre los sillones-, sacó un toque de su bolsa y lo fue fumando, sentada en el suelo, recargada en el sofá.
“Ironía de la vida, pensaba: una se resuelve al peligro, a la aventura, y viene a encontrarse un daddy”. Estaba desconcertada. Unas horas antes, Andrés hubiera correspondido exactamente a la descripción del hombre que no le interesaba: “mediocre”, “cuadrado”, “de esos que te encuentras por ahí en cualquier Denny’s, Vip’s, Lynny’s, con sus ropitas finas y bien ajustadas, y corte de pelo ‘esculpido’ platicando de coches y de qué discotheque es preferible para ligar chavas de onda”, etcétera. Pero Andrés le había gustado mucho: sus titubeos, su modo de hacer el amor, sus gestos, su cuerpo, la atmósfera de su casa; la salita, por ejemplo, era curiosa: su encanto estaba en su ingenuidad, en su decoración frustrada: por aquí y por allá había detalles que intentaban hacerla hogareña, a veces elegante: tal cuadro, esta maceta, la cantinita, el diseño de la alfombra, los sillones, pero la soledad y el descuido del soltero se imponían sobre ellos. El cuadro chueco y lleno de polvo, los sillones con quemaduras de cigarro, la planta seca en su hermosa maceta. En un pequeño librero se amontonaban revistas pornográficas, viejos números de publicaciones políticas de izquierda, métodos de inglés, algunos bestsellers y de repente, intactos, nuevecitos, algunos libros: Por el camino de Swann, El diablo en el cuerpo, I Thought of Daisy, My Father and Myself, Julian (Gore’s Vidal Triumphant Bestseller), Look Homeward Angel, que llevaban -manuscrito en la primera hoja, con la misma caligrafía rápida de pluma fuente fina- un saludo navideño para Andrés del mismo amigo: Guillermo y fechas progresivas de años anteriores.
En ese departamento Marta se sentía acogida, tranquila, al contrario de la inhibida molestia que solía encontrar en casas de sus compañeros universitarios, donde se imponían atmósferas de Cultura e Ideología que la hacían sentirse menos, y fingir, tanto para los otros como para sí, una personalidad sobreactuada a la altura de estos compañeros, para venir a descubrir muchas veces, después de meses tensos, que también ellos se exageraban y mentían, perdiendo sus años mejores en parecer lo que no podían, o no se atrevían, o aun -en los casos más trágicos- en aparentar precisamente lo que no querían ser.
A veces las cosas casuales empiezan a cobrar forma por sí mismas, organizándose independientemente de la voluntad de su protagonista, que se descubre, azorado, en mitad de una situación demasiado coherente y a punto de desembocar en un final lógico, que no se le había ocurrido en absoluto a quien lo estaba viviendo. Porque encontrar precisamente a Andrés, y a lo que Andrés estaba significando en estos momentos para ella, pensaba Marta, era la conclusión lógica de esa noche en la que ella, paradójicamente, no había querido usar su voluntad ni su inteligencia, sino dejarse llevar por la suerte. Y su vida estaba por cambiar; en retrospectiva, todo parecía acordado, a espaldas suyas, para desembocar en tal encuentro.


EL DÍA anterior, al atardecer, Marta estaba muy irritable; no había ocurrido nada especial, un simple contratiempo: no habían conseguido boletos para la obra de teatro que ella y su amigo querían ver, y habían tenido que meterse a un café para hacer tiempo hasta la hora en que se habían citado los amigos para ir al Abracadabra.
Era una sensación de peligro ese estar irritable sin causa concreta: Marta no podía desfogarse contra nadie, ni siquiera contra ella misma; su vida parecía ir muy bien, todo andaba sobre ruedas. “Debería sentirme feliz y no este nerviosismo; no este esforzarme por ponerle buena cara a las cosas que Mario me está diciendo. Entre más me esfuerzo por interesarme en ellas, me parecen más falsas, más estúpidas”. Unos cuantos meses atrás, Mario (estar con él, vivir juntos, parecérsele, aprender de él) representaba el paraíso que ella había soñado impacientemente en Mazatlán, en los lentos años de la preparatoria provinciana, entre muchachos banales y aburridos. En cambio, Mario era “interesante”. Aun ahora, seguía pareciéndole muy superior a los muchachos que trataba habitualmente en la Universidad. “Si lo dejo, no será por otro; no sé por qué... carajo, debería estar feliz y enamorada, y sin embargo...”
Mario ya no la satisfacía; por el contrario, ahora representaba para ella lo opuesto a ese futuro vago y emocionante que él mismo le había hecho desear: “Ser otra mujer. Mario me permite serlo. Le gusto exactamente por aquello que dice querer corregirme: Me señala prejuicios, limitaciones, pero a la vez me obstaculiza superarlos, como ahora...” En los primeros días de clase, Mario le había parecido el verdadero muchacho moderno. No se fijaba en ella. Ante él, Marta se sentía cohibida; lo observaba, lo admiraba; se las ingenió para acercársele. Le costó trabajo agradarle, interesarlo, seducirlo. Ahora ella quería estar en otra parte, y Mario estaba enamorado de ella.
Mario provenía de una familia algo rica y muy liberal. Desde niño se había habituado a las ideas, formas de vestir, gustos musicales y cinematográficos, actitudes, ideas, opiniones, etcétera, que los otros compañeros de la Universidad venían a descubrir hasta los veinte años. Así, se movía en su juventud y en su tiempo como pez en el agua, al revés de los demás muchachos, criados en la tradición y en costumbres del pasado, quienes vivían su juventud con timidez, buscando confusamente, con entusiasmo e impaciencia, ese modo de vida estudiantil que Mario encarnaba con tan elegante naturalidad; y se sobreactuaban al querer pensar lo más progresistamente, vestir lo más freak, experimentar (zurrándose de miedo secretamente) las drogas, las fiestas, el sexo, el arte y las ideologías de vanguardia. Parecían unos arribistas torpes, al lado de Mario, siempre espontáneo y perfecto, incluso algo paternal hacia ellos: les corregía la pronunciación de los conceptos alemanes y los nombres de los cantantes de rock ingleses; les clarificaba los términos del marxismo y les explicaba por qué estaban jodidos los “nuevos filósofos” franceses; les hacía diferencias entre clasismo y clasicismo y les señalaba que no había tal cosa como “lo más pelustra” de nada, sino lo “plus ultra”.
Estos muchachos olvidaban los salarios de sus padres, los que ellos mismos llegarían a tener, sus prejuicios y sus costumbres, el estrecho modo de vida de sus familias, para imitar, en el rápido y ocioso tiempo de su paso por la Universidad, la vida aristocráticamente estudiantil de compañeros más afortunados. La juventud parecía un lugar sin clases sociales ni futuro; nadie pensaba que pronto unos cuantos serían gerentes y los demás, empleados inferiores; que algunos seguirían en los jeans, los discos del mes, las fiestas gruesas, las opiniones radicales, la greña y la mota, y los demás volverían a la pinche vida de clase media baja, tradicional y regateadora, pudibunda y estrecha; y que el verdadero paraíso, para muchos inalcanzable, sería para ellos una chambita segura y un departamento barato.
Para Mario, ese modo de vida que los demás apuraban convulsivamente, era algo que tomaba con calma, al fin no se le iba a acabar, ni apenas lo estaba descubriendo; parecía feliz, inteligente, atractivo. Lo envidiaban. Marta lo deseaba obsesivamente. Y con él supo de los libros, las películas y los discos, las enredadas discusiones, el sexo freak y las ondas gruesas, y todo con una hábil seguridad; pero después de unos meses Marta empezó a aburrirse, a encontrar incluso más encanto en la torpeza de los otros muchachos que estaban poniendo en juego su modesta vida anterior y su futuro incierto, que en la destreza con que Mario se movía en su juventud como en los jardines de una casa residencial.


ESTABAN en el Café Angulema. Mario no mostraba haber advertido que Marta llevaba meses de absorberlo, escucharlo, observarlo, de pensar en él: que lo conocía. Él seguía tratándola como al principio. Y Marta se impacientaba de no poder reírse, por ejemplo, de esos gestos rápidos con que Mario repetía por décima vez, pero como si apenas las estuviese genialmente descubriendo, ideas apantallantes para las que, por lo demás, Marta no encontraba una aplicación inmediata en su vida cotidiana ni en su personalidad concreta. De repente, al leer el periódico, por ejemplo, Mario se indignaba con aspavientos y parrafadas sociológicas, por hechos de injusticia social de los que no volvía a acordarse ni le interrumpían la digestión de sus huevos fritos con tocino; de modo que, incluso antes de que él abriera el periódico, Marta ya podía prever (mientras preparaba el desayuno) la escena que Mario montaría en el antecomedor. Y eso la aburría, sobre todo porque debía solidarizarse con sus gestos y comentarios, y qué horror empezar el día mintiendo para satisfacer a Mario; y volver a poner ojos interesados cuando llegara nuevamente el momento de comparar a los Rolling Stones con las Mitológicas de Lévy-Strauss; y advertir esos matices entre Adler y Freud o entre las concepciones mágicas de Artaud y Castaneda... “En el fondo, todo le da igual. Ni siquiera se divierte: se entretiene, me cansa”, pensaba Marta, y le daba tristeza sentirse tan desganada.
Por una ventana del café, Marta veía a la gente que entraba a ver una película evidentemente mediocre. Sintió ganas de ser cualquiera de esas mecanógrafas que entraban al cine abrazadas de empleadillos. Todo le estaba pareciendo mejor que estar ahí, humillada junto a Mario, un hombre incapaz de advertir en ella suspicacia ni malicia. A veces no podía creer que Mario la considerara tan pendeja para reiterarle que... en fin: le sudaban las manos, ya no aguantaba estar sentada; no podía pensar: se aturdía. Mario seguía hablando, exclamaba:
-¿Pero me estás oyendo, Marta? Ya sé que te importa poco lo que estoy diciendo, pero podrías siquiera ser cortés, ¿o qué no se usa la cortesía entre la clase media de Mazatlán?
De golpe, Marta no entendió: tardó un poco, lo suficiente para entorpecer una reacción violenta. Si hubiera entendido de inmediato, le habría arrojado la taza en la cara. Pero no, era mejor así: seguir haciéndose tonta, decidió tragándose la rabia: no quería pelear, qué flojera. Querría estar descansando en otra parte. Desde que vivía con Mario nunca había podido encerrarse toda una tarde sola. “Toda una tarde absolutamente sola”, se dijo como describiendo un sueño maravilloso. Bajó la cabeza:
-Es que me duele la cabeza -se disculpó Marta.
-Lo que pasa es que todo te vale madre -seguía diciendo Mario-. Te aburres conmigo. Te aburres cuando estás sola. Te aburres siempre. Eres una mujer vacía, incapaz de interesarse por nada, de crearse sus propios estímulos. No te importa lo que pasa en el país, lo que le pasa a la gente. Sólo buscas que te entretengan y te diviertan; y cuando uno no es tu showman, sencillamente te desconectas como muñequita mecánica. ¡Te quedas sin cuerda! Pero no todo es reír y divertirse, nena; no todo es hacer el amor...
“Nunca me volveré a acostar con él...”, decidió ella. “Nunca, ni esta noche; ya veré cómo me le escapo y dónde duermo”. Nunca.” Mario seguía el regaño, y ella de pronto estaba muy intrigada, no por las palabras que cada vez le sonaban más lejanas, sino por la súbita conciencia de estar viviendo algo que ya había vivido, como volver después de muchos años a un lugar idéntico, y sentir los colores, la luz, el estado de ánimo de entonces; alguna otra vez alguien la había humillado de un modo parecido y ella había oído sin ser tocada, despreciando a su verdugo tras su gesto de niña cabizbaja. Durante algunos momentos no escuchó nada de lo que Mario decía, concentrada en precisar cuál había sido ese momento anterior que ahora se reproducía. Estaba por recordarlo, cuando de pronto, se vio jalada a la realidad, despertada:
-No te aflijas, nena: es por tu bien. Y cuando te disguste algo mío, dímelo con la misma franqueza con que te estoy hablando. Las cosas parejas, ¿eh?
Marta asintió sonriendo. Estaba contenta: había recordado aquel otro momento. Una noche en que Mario le había hecho el amor, y ella no sentía nada: sólo un cuerpo que maniobraba sobre el suyo, demasiado lentamente, y ella estaba azorada porque la penetraban y era como si no la tocaran. Fingía placer, porque esperaba mucho de Mario, aunque por el momento apenas se sintiera un pretexto para el placer del otro. Cuando Mario se separó de ella, se puso a decirle ternezas mucho rato. Marta se había sentido humillada de que Mario, de plano, no hubiera advertido para nada que ella había estado fuera de todo. Y además había tenido que tragar saliva y contestarle: “Sí, riquísimo, ¿no? Te quiero tanto...”


POR FIN llegaron los amigos. La tensión se disolvió inmediatamente en un chistoso barullo impersonal. Pudo soslayarse a sí misma y sin problemas adaptarse al buen humor y al ruido. Luego caminó por Reforma, hasta el Caballito, abrazada a Mario, platicando a la vez con los amigos que en parejas iban adelante y detrás suyo. Quería bailar. Ser un mero cuerpo alegrísimo y dinámico; que casi sin pensarlo, ya en el Abracadabra, fue separándose en la apretada multitud de danzantes, de Mario y de sus amigos, y mezclándose con la gente. Reía feliz con todos. Se sentía atraída por esos hombres trajeados y de bigotito, esas mujeres tan vestidas a la última oferta de El Puerto de Liverpool. Marta se sentía ridícula de no ir vestida y maquillada como ellas. Se avergonzó de su facha estudiantil, su cara lavada, su falda simplona, la guanga blusa chiapaneca bordada por indios, el chonguito rápido, los choclos chatos. Fue al baño a, siquiera, peinarse de otro modo. Le daba la impresión de ser una niña de tobilleras, entre tantas mujeres alegres que se habían arreglado para verse esa noche lo más bonitas que pudieron.
En el espejo se maquillaba otra mujer. De pequeña, a Marta le fascinaba ver arreglarse a las señoras; volvió a sentir esa fascinación, cuando la otra mujer se enjugaba el sudor de las sienes y de las aletas de la nariz, y se polveaba un poco. Marta se deshizo el chonguito: se ruborizó cuando la mujer miró de reojo su morral, y el ridículo de tener que vaciarlo para encontrar, entre apuntes y libros, su labrado peine de madera, que había comprado en Oaxaca. Trató de arreglarse suelto el cabello, pero no le quedaba; se le hacían rizos tontos por más que lo quería restirar. Finalmente volvió a recogerse el chonguito, prometiéndose ir a un buen salón de belleza al día siguiente. La mujer había dejado de arreglarse y la observaba sin ningún disimulo, con una desaprobatoria sonrisa maternal.
-Es que no pensaba venir hoy; fue de improviso -se disculpó Marta-. Salía de la escuela...
-¡Pero si te ves espléndida! -dijo la mujer-. Tienes una frescura..., y te queda muy bien el chonguito: nada más aflójate el pelo de la frente, ¿me permites? Así... Eres realmente bonita, pero deberías usar otra ropa. Aprovecha tu silueta, ahora que la tienes... ya te tocarán años de disimularla con blusones y huipiles. ¿Quieres pintarte un poco?
Marta no se había pintado nunca desde que vivía en México y la manera en que lo había hecho en Mazatlán ahora le parecía demasiado corriente; no le gustaba enseñar sus fotos de aquella época.
-Un poco de sombra es suficiente. Y un poco de brillo en los labios...
Mario la andaba buscando, enojado y celoso; cuando la encontró, saliendo del baño, aún acompañada de la mujer, trató de jalonearla. Marta lo abofeteó.
-Bien hecho -dijo la mujer-. En estos tiempos tan liberales una puede jugar todos los juegos, pero la primera regla sigue siendo la misma: una es ante todo una dama. ¡Suerte! -se fue sin volver la cabeza.
Mario cambió de actitud, se puso tolerante. Bailaba con algunas compañeras mientras Marta lo hacía con desconocidos y tomaba traguitos de cuanta copa le pusieran enfrente. Algunos compañeros del grupo estudiantil la imitaron y se mezclaron a bailar con la gente común: fue fácil, de pronto ya andaban bromeando con varias personas. Y poco después un cincuentón simpático, canoso y gordo, los invitaba a seguir la parranda en la casa que estaba terminando de construir por el rumbo de Observatorio. “Faltan muchos detalles... pero ya llevamos dos meses de habitar la casa de ustedes”.
Cuando salió del Abracadabra, Marta ya estaba bastante borracha. Mario la desconocía: la veía más amable y más distante que nunca; y muy fuerte: algo se traía entre manos. Estaba muy vivaz y al mismo tiempo miraba con dureza, como segura de sí misma. Decía continuamente que la estaba pasando de maravilla.


¿POR QUÉ Huichilanga le dio a Borondongo? / Porque Borondongo le pegó a Bernabé. / ¿Y por qué Bernabé le pegó a Borondongo? / Porque a Huichilanga le apestan los pies... Marta bailaba como fuera de sí, libre, cálida, entre las palmadas de quienes habían hecho corro para verla; y llevada por su exaltación, empezó a jugar con hacer un strip-tease.
-¡Señorita! -dijo el dueño de la casa-. No lo haga. Nos está usted ofendiendo, usted es una muchacha decente, y también somos personas decentes todos los que estamos aquí. Además hay mujeres... la madre de mis hijos...
Marta se detuvo atarantada. “Disculpe, no fue mi intención... No sé qué me pasa...”, y soltó a llorar. Fue a sentarse lejos. Sí sabía lo que le pasaba: le gustaba el cincuentón.
Al llegar a la casa, el dueño, que se esmeraba en ser un anfitrión ejemplar, les fue enseñando los cuartos recién construidos: todavía sin encalar, con los tabiques visibles, las conexiones eléctricas improvisadas, el piso de cemento burdo y las ventanas sin pintar, el fierro nuevo con los manchones de soldadura. Les platicó cómo había ido haciendo su capitalito. Desde los primeros tiempos en que manejaba camiones de carga, los ahorros, hasta los cinco minitaxis que ahora, de transa, poseía, y que manejaban sus dos hijos mayores y tres compadres. A Marta ese hombre le había parecido muy estimulante: las manos pequeñas, regordetas, duras, con las uñas estropeadas; su chistosa manera de hablar, queriendo hacerla de culto y diciendo muchas cosas al revés; era un hombre que sí había vivido, que todo lo había hecho con sus propias manos, que realmente tenía una historia.
Una hora más tarde Marta lo había interceptado en la cocina. No sabía como seducir a un hombre así; se fingió más tomada de lo que estaba, y que se mareaba, y que se le abrazaba para besarlo. “Niña, cálmese; pobrecita niña. Ya no debería tomar ni un trago más... ¡Ey, vieeeja, caliéntale un cafecito a la niña!”
-Eres un bruto -le gritó su mujer-. ¿Cómo la humillas así? ¿No ves que estaba jugando? ¿A poco creías que iba en serio?
-Los ricos siempre quieren humillar a los pobres -se defendió el cincuentón, eructando-. Como nos ven pobres, nos creen sin moral y unos degenerados...
-Vámonos -dijo Mario.
-Nadie la va a tocar, ¿lo oyen? -gritó la señora-. Aquí se queda hasta que se calme, y luego mi marido y yo la vamos a llevar a su casa, para que sus padres no se preocupen y vean que estuvo en buenas manos.
-Vive conmigo, sus padres son de provincia -explicó Mario.
Marta fingió ganas de vomitar y salió corriendo al baldío. La señora regañaba a Mario: cómo era posible que descuidara tanto a su propia novia. El cincuentón echaba pestes de la burguesía, los otros estudiantes trataban de convencerlo de que no eran burgueses,
Un cuarto de hora después, Andrés, harto, se escapó por el baldío que rodeaba la casa, rumbo a su coche estacionado en la avenida, meditando sobre la joda de que siempre los reventones resultaran tan amargos.


JUNTO a una botella de coñac, Marta había estado ensimismada, oyendo los discos de Pink Floyd; desnuda, apenas cubierta por la gabardina, a manera de manto; el pelo caído sobre el rostro, acuclillada en la alfombra, iluminada a rato por los automóviles de la calle que a través de las cortinas arrojaban rápidos contornos de luz y sombra. Estaba un poco llorosa. Tendría que volver a esa casa a devolver la gabardina (que la señora le había puesto, como para que la gente olvidara esas ropas que había tratado de quitarse). Pero se sentía bien: no había dormido esa noche con Mario, había podido pensar sola mucho rato. “Es tan fácil romper barreras, pensaba. Siempre que una se decide puede suceder algo,
cualquier cosa, conocer otras gentes. Yo quiero que en mi vida siempre pasen cosas... no sé cuáles. No podré saberlo hasta que hayan ocurrido...”
Pensó que en aquella casa todos estarían dormidos a esa hora, y que podría ir en un taxi y dejar la gabardina en la puerta, sin avergonzarse ni disculparse ante nadie. Detrás de las cortinas la noche se había puesto violeta, y luego rosada; y ya estaba de un azul tan blanco, fluvial, que iluminaba limpiamente los verdes intensos de los parques, en cuyas esquinas los obreros ya estaban formados en espera de sus camiones. Encontró el llavero en la chamarra de Andrés; salió, cerró y lo devolvió por debajo de la puerta.


CUANDO Andrés despertó y no encontró a Marta, buscó un bilet que alguna otra muchacha había olvidado en su casa y escribió sobre el espejo del baño: “Pronto volveré. Me gustas. Marta”, imitando la buena letra palmer que él nunca había tenido y que se le ocurrió que sería la de ella. Era un conjuro ridículo, pero no contaba con más recursos para esperarla. Y dejaría el recado ahí durante algún tiempo; al fin y al cabo, aunque Marta no volviera, sería un fetiche que estimularía a las muchachas que fuera trayendo a su departamento. En otra ocasión, una mujer había encontrado casualmente un brasier debajo de la consola, y se había puesto más amorosa, como si compitiese con una rival fantasma.



CUATRO



-¡BASTA ya de numeritos! -gritó Irene-. Besa a tu padre. Bésalo.
René acercó los labios a la mejilla de Andrés, sin rozarla. Andrés fingió que René lo besaba, sonrió, le sacudió levemente el pelo con la mano. “Bueno, ¿de qué se trata?”, preguntó Andrés con tono afable, mientras dejaba sobre la mesa redonda del comedor el ramo de flores que había comprado para Irene en uno de los altos de Avenida Universidad. Irene respondió con un gesto ambiguo y apuró su copa de brandy; se levantó a besar a Andrés, a elogiar sus flores, a ponerlas en agua.
René traía pantalones de mezclilla muy sucios, el suéter rojo de la escuela, algunos moretones en la cara y unos tenis de suela muy gruesa y abombada, que lo hacían caminar con un aire bailarín e indolente; aprovechó que su madre se volteaba a sacar las botellas del trastero, para escaparse disimuladamente a su cuarto.
-¡Alto ahí, jovencito! -gritó nuevamente Irene-; ya bastante difíciles has puesto las cosas como para te sigas haciendo el gracioso. Ahora y aquí vamos a decidir entre los tres qué diablos hacemos contigo, porque ni yo voy a seguir aguantándote como eres, ni vas a convertirte en el vago sin oficio ni beneficio que quieres ser... Si te empeñas en volverte un delincuente, un don nadie, espérate a cumplir dieciocho años, y que no me toque entonces la responsabilidad...
En cuclillas aún, Irene echó a llorar frente al trastero: “Tantos años matándome como idiota para darle hogar, educación, comodidades... ¡y me sale con esto! No he sido una madre modelo, pero ¡cuántos niños, óyelo bien, cuaaaántos niños! envidiarían tu posición, tus facilidades, el tener una madre molona que después de fregarse todo el día en el trabajo, viene todavía a lidiar por la noche con este ingrato, este salvaje...”
René, a unos centímetros de su cuarto, se esforzaba por poner la cara más despectiva que conocía. “Debe estar pensando que su madre está borracha”, se dijo Andrés (y eso era en efecto lo que también René estaba pensando).
-Ve a tu recámara un momento, hijo -dijo Andrés hipócrita, dulcemente-, tu madre y yo queremos conversar un poco, ¿sí?
Con el mismo tonito bonachón de Andrés, René respondió “muy bien, papi”, y se metió a su cuarto. Irene se levantó, se limpió los ojos con las yemas de los dedos, delicadamente, sonrió frunciendo los labios:
-¿Sigues tomando lo mismo o ya Marta también te cambió los tragos?
René se había peleado brutalmente en la escuela: había estado a punto de sacarle un ojo a un compañero (le habían dicho por teléfono a Irene), y le había arañado la cara con la punta de un compás. La directora había exigido que sus padres fueran a la escuela al día siguiente.
-No hablemos de Marta, ¿quieres?
Sus buenas relaciones habían terminado cuando Andrés le pidió el divorcio para casarse con Marta. Irene se negó. Fueron a un juicio en el que Irene echó mano de todos los trucos. No habían vuelto a verse desde entonces.


ESTE era el departamento en condominio que habían puesto juntos. Irene había escogido buenos, duraderos muebles y ahí estaban, en el mismo sitio. Sólo variaban unos detalles, sin alterar el conjunto: otra alfombra, más opaca; cortinas dobles, nuevas lámparas, y en mitad de un muro pequeño, un gran retrato de ambos con René en los brazos: todos despeinados en algún día de campo. Irene lo había colgado después del divorcio. “Trece años no es tanto”, pensó Andrés, porque las formas respetuosas y corteses con que ahora se estaban tratando, le recordaban las primeras veces que había platicado con ella.
Cuando se separó de Irene, Andrés se había sentido desanimado, tristón, inapetente, y recordaba qué tan despierto había sido el primer año que vivió con ella. Llegó a pensar que Irene no había hecho sino apagarlo: que la fuerza había estado en él, en su juventud, que ella había secado con sus ambiciones de posición y riqueza. Creía Andrés que con muchachas jóvenes podría revivir aquel paraíso. No fue así. Quizás había perdido aquella capacidad de cambiar y de mejorarse en contacto con una amante, o había tenido la maldición de comenzar con una mujer excepcional, de modo que el paraíso que estaba para él ya había sido total y fatalmente vivido, y sólo perduraba el recuerdo, para agriarle las menores felicidades posteriores.
No se habían repetido aquellas primeras noches, por hermosas y diestras muchachas que había ido conociendo; el acto sexual llegó a parecerse a la glotonería, que lo dejaba indigesto: la hartura que cancelaba el apetito, lo embotaba, jamás volvía a agudizarlo ni a variarlo. Fijas las ganas de coger, como las de cagar y comer: abúlica la mente aún cuando el cuerpo estaba dispuesto y apto para la aventura; resbaladizas las experiencias en una piel impenetrable. Pero el amor vivido le impedía conformarse: había seguido buscando, a tientas, no a otra persona, sino a través de esa amante, volver a aquél que él mismo había sido. A veces, borracho, se había confesado incapaz de felicidad: no la encontraba porque él ya no tenía esa capacidad. A veces las huellas de la vieja felicidad vivida renacían al ver a Irene, o al pensar en ella, con mucha mayor fuerza que en sus mejores experiencias con otras mujeres.
Ahora, conversando con Irene, mientras ella le contaba cómo finalmente la empresa de promociones comerciales ya era prácticamente suya, “hay que tener mucha paciencia, pensaba él: abandonar el recuerdo; lo anterior no se repite: ya existió, pero con Marta habrá, hay (se corrigió) algo diferente, quizás mas sensacional todavía”.
-Cálmate un poco, no es tan grave -dijo Andrés-. Seguramente exageraron por teléfono; tienen varios casos como éste al día. Será cuestión de ir a doblar la cabeza con la directora, pedirle consejo de cómo educar al niño; les encanta dar consejos; hacernos los contritos, quizás ofrecer algún donativo: en todas las escuelas siempre están construyendo algo y necesitan donativos, ¿te has dado cuenta?
-¿Pero y yo qué puedo hacer? -respondió Irene-. Ya no puedo educarlo, Andrés. No lo entiendo como antes. Ya no es un niño: es un muchacho de doce años. Tal vez tuvimos demasiada suerte, y nos salió demasiado listo, dinámico. No me sirven ya los trucos, estoy tan cansada... El sicoanalista dice que lo que René necesita es un padre...
-Si no le gusta el que tiene -interrumpió Andrés- que se busque otro en la sección amarilla...
Irene se quedó callada un rato. Se levantó, hizo un gesto de ¡sssht!, y fue a poner un disco que impidiera a René escuchar desde su cuarto la conversación.


“NO, NO ME DIGAS nada, proseguía Irene; sé de sobra lo que piensas, ya varias veces me lo has echado en cara: que yo fui quien lo estropeó todo con mis ambiciones. ¡Bonita caricatura te has hecho de mí! ¡La mujer autosuficiente, fría, a quien sólo le gusta mandar, sentirse fuerte y segura: obsesionada con un futuro como escalera de metas! En cambio tú, oh tú, ¿quieres otra copa?, tú eras tan bello, Andrés, tan chiquillo. Para ti la vida era un presente inmediato que querías devorar, devorarlo físicamente: comértelo o hacerle el amor. Pero no comprendías lo horrible que es sentirse desamparada; se te vuelve una obsesión: a cada momento puede ocurrir el desastre y llevársela a una entre las patas. Imagínate que por pobreza o por debilidad, hubiera cedido y quedado a merced de cualquiera, disfrazando de amor mi incompetencia para ampararme a mí misma, confiando mi destino a quienes, muchas veces, no logran manejar ni el propio. Tuve que fortalecerme: anular el presente en beneficio de un futuro idealizado que, es cierto, sólo se cumplió en parte. Yo pensaba que triunfar en la vida era lo difícil, y que entonces el amor fácilmente se me daría de paso. Bueno. Conseguí muchas cosas. Ya no tengo miedo... Me pasé tantos años teniendo miedo a la gente, a quedarme sin trabajo, a angustiarme, a que me hicieran daño, a ser agarrada en falta, a ir fracasando; es decir, a irme resignando cada vez con menos, como mis compañeras de escuela, hasta quedar hecha una piltrafa. ¿Qué dramón, verdad? Pero ya no soy esa chiquilla amedrentada; ahora son mis hermanos, mi madre, quienes me tienen pánico... Ahora sé que puedo sobrevivir; que puedo lograr lo que me proponga, y manejarme airosamente en situaciones difíciles, que por otra parte he aprendido a prever y evitar. Tal vez esa fuerza la endurece a una y le quita mucho de lo que los hombres aman en una mujer: un amante ya no me podría proteger, ni cambiar, ni sacarme de mis casillas; ni siquiera ilusionarme, porque me doy a mí misma la mayor parte de la energía que necesito, y llego al amor pidiendo poco... Qué triste. Todo tiene un precio y ahora estoy algo sola. No mucho, tampoco una soledad muy depresiva: siempre hay amantes, hay amigos... ¿Te conté que me reconcilié con Guillermo? ¡Me llevo mejor con él ahora que cuando fue mi marido! Bueno, me llevaba bien con él hasta, ¿qué crees?, ¡que le quité el novio! Un muchacho guapísimo, Felipe, ya lo conocerás... ¿Tú no te espantas de mí, verdad? Sí, si te espantas. Los hombres le tienen miedo a una mujer así; no, no le tienen miedo: sólo frialdad, distancia, desamor... Sienten que no vencen, que no poseen, que ni siquiera son realmente deseados; y que hagan lo que hagan quedarán fuera de ella: que le son prescindibles. Quizás en efecto me haya deserotizado; no, tampoco es eso: no me es tan difícil coger, todavía, ni conseguir muchachos superficiales. Más bien siento como si no hubiera dejado suelto ningún cabo de mi persona, que en mi obsesión de tener bien cogidas todas las riendas no he dejado ninguna para otros, y por más que alguien la buscara, no encontraría espacio para él en mi vida. ¿No es eso lo que me reprochabas la otra vez que platicamos? ¿Que nunca te sentiste tan solo como en los últimos años que vivimos juntos? ¿Que incluso al hacer el amor te era difícil creer en la entrega de una mujer que el resto, el gran resto del tiempo vivía por sí y para sí misma? Bueno, tú querías agotar el presente, y yo en cambio lo sacrificaba todo a un futuro en el que, en efecto, no estás; tal vez fue ése el problema, que yo me dedicaba a un futuro en el que tú no ibas a estar, pero yo tampoco en el tuyo... No me equivoqué, es duro sentirse jodida precisamente por haber tomado las decisiones correctas... Pero he cambiado; he decidido que debo conformarme con lo adquirido; no emprenderé más negocios, no buscaré más dinero, no me interesa llegar más allá de donde estoy. Ahora voy a vivir el presente que me resta: ahora sí abierta, receptiva, incluso abandonando un poco mis riendas... Mi sicoanalista...
-Ése es el punto -interrumpió Andrés-. Te equivocaste de persona: yo no soy tu sicoanalista. Vine a hablar sobre René...
“¿Te acuerdas? Decías que yo te amaba con un millonario que arriesga sólo unos cuantos centavos en un juego de azar, y aun así pretende emocionarse... ¿Crees que todavía me quede algún presente? No estoy vieja todavía. Y mira, cariño, sé justo: lo espectacular no es el éxito en el trabajo, siempre creyeron que mis ambiciones eran puras habladas, y ya ves que no: la Señora Ejecutiva... ya no tengo aprehensiones económicas para el futuro... pero sigo siendo un poco cálida (bajó los ojos, algo ruborizada, de pronto levantó la mirada con entusiasmo y corrió al secreter, extrajo unos papeles, los revolvió; por fin encontró algo y regresó corriendo al sillón)... ¡mira! René no será una eminencia, pero saca calificaciones aceptables; está sano y crecidísimo. No he sido tan mala madre. ¡Mira!
Una flamante fotografía de un equipo escolar de futbol americano. Ahí está René, junto al trofeo Super Bowl del campeonato capitalino de escuelas primarias.


“IMPOSIBLE platicar con Irene”, pensaba Andrés mientras, exasperado, buscaba cómo despedirse. En dos horas casi ni habían tocado el tema del pleito de René en la escuela. Por el contrario, volvían a enredarse en los mismos reproches sesgados, alternados con las remembranzas de los magníficos recuerdos que compartían. Durante los meses que tramitaron el divorcio se habían dicho y hecho cosas dolorosas. “Pero más doloroso este tono afable, proseguía Andrés para sí mismo, ajeno a lo que Irene le decía; como si quisiéramos remendar, recomponer, limpiar el pasado, y volver de nuevo; como si nos pusiéramos a reparar la casa para reinstalarnos en ella, sin las molestias anteriores”.
Pero no era solamente Irene quien imponía ese tono: Andrés se había descubierto varias veces, en el transcurso de esas dos horas, restando importancia a los mayores conflictos que habían tenido; dando y aceptando fácilmente todo tipo de disculpas, exagerando los que de pronto parecían abundantes y envidiables hechos felices. “Tengo que irme”, seguía pensando. Pero Irene no paraba de hablar, de preguntar, de recordar cosas, de servirle más tragos, como si tuvieran toda la noche para ellos solos. Ambos habían bebido ya bastante, y Andrés sabía lo violenta que era Irene cuando, borracha, la contrariaban. Volvió a ver su reloj de pulsera. Ni modo. Marta sería comprensiva. Se arrellanó en el sofá, dispuesto a escuchar pacientemente a Irene otro rato.


Y QUIÉN lo diría, tanto que había desconfiado de ser el padre de René, y ahí estaba, parecidísimo a él. Más se le iba pareciendo con los años: los hoyuelos en las mejillas, la nariz idéntica, y hasta gestos como ese mirar distante y como de lado, incisivo, ahora que lo llamaron a la sala. Serio y remilgado, René se mecía en sus tenis de suela gruesa y abombada, mientras recibía la sentencia del juicio que seguramente había escuchado con la oreja pegada a la cerradura de su cuarto.
-Mira, hijo -dijo Andrés-, ¿no querrás repetir el año, verdad? Vamos a hacer lo posible porque te readmitan en clase, pero tú nos vas a prometer portarte bien, aprobar las materias y no volverte a pelear, ¿no es así?
René asintió sin decir palabra.
-Yo sé que lo harás por tu propio bien, y por tu mamá...
René volvió a asentir en silencio.
-...y también un poco, quizás, por tu padre, ¿no?...
René inmóvil.
-...que te dará un premio si pasas de año. Podríamos ir a Acapulco en vacaciones con tu madre, Felipe, una amiga mía que te quiere mucho y yo. Te enseñaré a nadar, a esquiar. ¿No se te antoja? ¿Y bucear? ¿Ya aprendiste a manejar?
-Mamá no me deja.
-Pero si soy yo quien te enseña, seguramente sí te va a dejar, ¿verdad, Irene?
René se despidió, regresó a su cuarto.


“CONTIGO hacer el amor se volvía más difícil cada vez -decía Irene-, porque era importante. No podíamos mentirnos: iba tanto en juego que llegó a ser insoportable; en cambio, coger sin compromiso, digo, conocer a alguien, tratarlo un tiempo y ya, es quizás más sano, menos morboso, tan limpio mentalmente (carcajadas) ¡como hacer deporte! ¿Otro trago?”
-No, me espera Marta; y me estoy poniendo pedo.
De cualquier modo Irene se levantó a servírselo.
-Dile a Marta que no le estoy robando el marido; pero también una tiene derecho a, por lo menos, emborracharse de vez en cuando con el padre de su hijo, ¿no?
-Sssht. ¿Estás segura de que René ya se durmió?
-Sí, claro... Gracias, Andrés, fuiste muy bueno con él... A veces me dan celos la dureza con que te trata, siento como que te toma más en serio, que realmente eres importante para él... a mí, en cambio, me miente con tanta frescura...
-¡Salud! -dijo Andrés al recibir el nuevo trago.


-AHORA sí me voy.
-Dile a Marta que la odio.
-No te pongas pesada, ¿quieres?
Irene insistió en acompañarlo hasta la calle. No quiso calzarse. Andrés había notado nuevos, minuciosos detalles de Irene, como ese gusto de andar sin zapatos, aunque seguía usando apretadas medias levemente oscuras que ni aún con tanto ir y venir descalza se le rompían. Miró sus pies: perfectos. Al contrario de Andrés, Irene tenía un instintivo cuidado de su cuerpo, y a la vez que parecía muy libre y se entregaba a excesos cuando se decidía, no sabía herirse ni ensuciarse inoportunamente. Rara vez se enfermaba. Sus pies no habían sufrido gran deformación por el calzado: los dedos más pequeños se veían naturales, como los de un bebé; a Andrés le había gustado besarle los pies, porque ahí, como en el ano, ella resultaba naturalmente limpia, mientras Andrés, que a veces se preocupaba excesivamente por su limpieza, andaba fracasando a menudo, sudando de más, descomponiéndose del estómago o agarrando pie de atleta. Le daba rabia lo espontáneamente disciplinado que Irene tenía su cuerpo; sobre todo ahora, al bajar por las escaleras, sintiendo la camisa pegársele a las axilas, sudor seco y comezón en las ingles, la asquerosa sensación de los calcetines húmedos y del cabello despeinado con pelitos pegados en la sien.
Habían bajado unos cuantos escalones e Irene lo tomó de la mano, mientras platicaban del nuevo coche que Andrés había prometido regalarle. Irían a comprarlo juntos. Andrés sintió cómo su mano caliente y sudorosa se pegaba a la piel tersa, apenas tibia de Irene. Ella estaba mucho más tomada que él, y era Andrés, sin embargo, quien sentía irritación de su propio cuerpo; hipersensible ahora, y con cierta náusea, a la desagradable liberación de humores con que los tragos y el calor de esa noche de verano se conjuraban para asquearlo de sí mismo, de su propio cuerpo, que tan bien revelaba su temperamento.
En un descanso de la escalera Irene lo abrazó, recargándose en la pared; lo besó en los labios. Andrés mantuvo los labios cerrados, pero ella, suave y a la vez imperiosa, los mordisqueó y entreabrió con la lengua. Andrés siguió tieso. Ella se apartó un poco.
-No seas así: no te estoy exigiendo nada... Pero tengo la confianza de que seguiremos unidos, de que volveremos a unirnos, a vivir juntos... a envejecer juntos.
-No soy yo quien está envejeciendo -dijo Andrés.
Irene lo empujó violentamente. Andrés se fue de espaldas, tropezó con los escalones, se cogió finalmente del barandal, y en esa posición chueca (su cuerpo retorcido que, en una fotografía fija, no podría distinguirse si estaba cayéndose o levantándose) alzó los ojos hacia ella. Alcanzó a ver cómo los ojos espantados, muy abiertos, de Irene, recobraban su expresión habitual, lo penetraban hondísimo un segundo y se desviaban, como borrándolo, a la vez que sin decir palabra regresaba a su departamento con pasos tranquilos.
Andrés odió esa mirada: como haber sido definido en un parpadeo; una definición de la que él no podría hacerse la menor idea. “Qué difícil es Irene”, pensó, prosiguiendo su rumbo escaleras abajo. Y ya en la calle: “Irene me deja siempre tan fatigado”.


RENÉ la esperaba en la sala. “Pensé que tendrías hambre, cariño, dijo ella; yo tengo mucha, ¿no quieres que te prepare algo rápido?” René la examinó, como si desconfiara de que Andrés efectivamente se hubiera ido. Cuando la cena estuvo lista, y se sentaron a la mesa, René, muy tenso, soltó a llorar sorpresivamente.
-De veras, mamá, que yo no quise enterrarle el compás. Él fue quien lo sacó, forcejeamos...
La cena se estaba enfriando bajo un ramo de rosas que la penumbra de las lámparas amorataba, recortaba en sombras ambiguas.


CINCO


EL VIEJO sabía que Andrés llegaba a su oficina después de las once, y sin embargo ahí estaban los recados telefónicos que su secretaria acababa de entregarle: el señor René Domínguez había llamado a las 9.10, a las 9 ½, a las 10.05, a las 10.20 y a las 10.45. En todas las formas de los recados estaban tachadas la opción urgente y, más abajo, la de volverá a llamar. “Llamarme aquí a las nueve de la mañana, está loco”, pensó Andrés con un poco de miedo.
Una de dos: el viejo había vuelto a las andadas, se había emborrachado y metido en líos la noche anterior, como otras veces, o acababa de descubrir que Andrés había sustraído la semana anterior 100 mil pesos de la cuenta bancaria que compartían. “Está loco”, repitió.
Se había hecho una costumbre que el viejo lo llamara cada uno o dos meses, al filo del mediodía, a su oficina en la compañía de seguros; se ponían de acuerdo para ir a hacer hambre a una cantinita del centro y a comer luego, invariablemente, en un “abominable” restaurante gallego que estaba en un costado de la Alameda.
Andrés llamó a Irene, por si había que devolver el dinero. Irene había salido a entrevistarse con un cliente; volvería pronto. Decidió esperar que su padre o Irene lo llamaran antes de hundirse en los papeles que se amontonaban en su escritorio. Desde su alta ventana la ciudad se veía matinal y brillante; qué suerte trabajar con la ventana hacia Reforma y Chapultepec, y no hacia el feo panorama de los edificios de Tlatelolco.


MESES atrás el viejo se había enfermado gravemente; en el hospital había pedido ver a Andrés, pero la familia se opuso, por miedo de que a última hora lo nombrara su heredero; la esposa, el ex-cura René y las hijas hicieron guardias solícitas a su cabecera y Andrés no se enteró de esa enfermedad sino cuando, repuesto, el viejo lo llamó para ir a comer juntos.
-¿Andrés? Soy René, hombre, tu hermano... Tienes un hermano René a pesar de todo, ¿no? Como quince años de no vernos, ¿no? Mira, pues te hablo para lo siguiente: papá se murió la semana pasada. No te avisamos porque no sabíamos dónde localizarte, quince años sin saber de ti; ni siquiera sospechábamos que, en cambio, sí hubieras seguido tratando tanto a papá... Pero anoche nos enteramos de que hace apenas unos meses, en cuanto sanó de aquella recaída que por supuesto le restó facultades mentales, papá puso muchos bienes a tu nombre... y eso no es tan justo, mano: son propiedad de la familia, a la que tú no has querido pertenecer, ¿no?... Mamá está hecha una furia y dispuesta a demandarte por no sé cuántos delitos que ya le aconsejó el abogado... Pero yo le he dicho que no es necesario ensuciar el apellido de la familia en los tribunales. Supongo que no hay necesidad de leyes, ¿no?
Azorado, Andrés sólo respondió que sí, que iría a discutir con ellos esa misma tarde.


MARTA había abandonado los estudios de sociología y se había incorporado a un grupo estudiantil de teatro experimental. Esa misma mañana, mientras preparaba el desayuno, había recitado con todo tipo de dengues y actitudes chistosas, varios parlamentos que habría de ensayar con sus compañeros pocas horas después. Parodiaba los gestos de los otros actores, los de ella misma; modificaba los parlamentos para hacerlos alusivos a los huevos estrellados que se le estaban reventando en la sartén, corría al baño a gritarle a Andrés (asomándose tras él en el cuadrito del espejo):
Bien que Inés es muy bizarra,
Y aunque hermosa llegue a verse,
No es justo llegue a oponerse
A una infanta de Navarra...
Que compitiendo las dos,
Aunque es grande su belleza,
Para igualar su grandeza
Es poco el sol, vive Dios...
Casi siempre Marta amanecía de buen humor. Se diría que siempre soñaba cosas felices, o que no soñaba: que sencillamente despertaba con la misma alegría con que se había dormido. Y ese buen humor le mejoraba el suyo a Andrés, lo transformaba, incluso lo impulsaba a salir a correr unos kilómetros por las avenidas arboladas próximas, y estaba pensando en inscribirse en algún club deportivo o en un gimnasio para recobrar el cuerpo ágil de años atrás (que los demás recuerdan, pero del que Andrés no se dio cuenta cabal sino hasta que empezó a aflojarse y a engordar)... Ahora descubría que Marta bien podría preferir a los muchachos que hacían, como ella, piruetas y ejercicios malabares durante horas, y salían frescos de los ensayos, mientras él empezaba a sudar, a jadear, a empapar de sudor su camisa formal, al menor ejercicio. Andrés tenía a veces que fingir alegría, juventud, frescura para sostener su vida con Marta, que necesitaba toda la atmósfera de buen humor para sentirse segura.
Los parlamentos que Marta recitó durante el desayuno eran algunos obscenos, otros criminales, varios irónicos, pero dichos por ella parecían inofensivos, del mismo modo que las parodias que hacía de ella misma y de sus compañeros resultaban más homenaje que burla a las cosas que pretendía ridiculizar. Andrés veía en Marta a una muchacha sobreprotegida y vivaz, que se sentía a sus anchas en la vida, persiguiendo con una inquietud golosa los detalles cotidianos, inmediatos, que la alegraban; de ella se obtenía descanso: una alegría contagiosa, casi una paz. Por la noche, después del amor, abrazándolo, frotando el dorso de su mano contra la barba rasposa de Andrés, Marta se pasaba ratos contándole recuerdos y anécdotas minuciosos e insignificantes, que ella sabía disfrutar y compartir. Por primera vez, Andrés no tenía suspicacias, ni miedo de estar haciendo el tonto o de ser sorprendido en falta.
Su madre, su hermano mayor, sus hermanas, la propia Irene, parecían haberse especializado en espiarlo, rumiarlo, analizarlo; en sacarle como de mala fe los aspectos más imbéciles o desprotegidos de su persona, y usarlos contra él, que no los había advertido; de modo que repentinamente se descubría contra su voluntad y acaso contra su propio temperamento, encarnando exactamente la caricatura en que los otros querían convertirlo, y actuando las escenas ridículas, repugnantes o llanamente dolorosas, que le imponían sin prevenirlo. Desde que vivía con Marta, en cambio, no había vuelto a sentir esa repugnancia por sí mismo, cuando estaba con ella; ni se encontraba turbio, débil o rencoroso. Irene le destapa todo tipo de conflictos; Marta le hacía vivir los días como algo sencillo, divertido y sin consecuencias.
La otra noche que había visto a Irene, esa facilidad de vivir se le había descompuesto un poco. Y ahora se estaba destruyendo: al colgar el teléfono, volvía a ser el típico Andrés de siempre, como si no existiese su vida con Marta: esa sumisión automática al hermano mayor, que siempre lo tomaba por sorpresa y lo obligaba a balbucir y a someterse. Ardor en el estómago, boca de bilis: nuevamente el Andrés lelo, servil y maledicente. En esos momentos era más real su infancia que su vida actual: la confusión del respeto, el odio, el miedo y las ganas de estar lejos. Se quedó como tonto, reiterando al niño que había sido: ese mismo gesto de desamparo -ahora, en su escritorio- lo había tenido veinticuatro años atrás, a la edad de siete: escondido en el baño, sentado en la taza, tratando de encontrar -como ahora- una salida al cerco de esos familiares que seguían regañándolo, interiorizados en él, educándolo con el gesto desaprobatorio de que en él toda educación sería inútil; aun en el encierro del WC, donde finalmente nadie podía verlo, aun en el sueño y cuando callejoneaba por las cuadras más lejanas a casa, seguía la REALIDAD tras él, entorpeciéndolo, obstaculizándolo, evidenciando que su vida era un fracaso, con mohines de fastidio y moviendo negativamente la cabeza.
-La señora Irene Palafox al teléfono... ¿Está usted bien, licenciado?
Sentando en su escritorio, Andrés tenía a su izquierda la ventana al cielo de la ciudad, y a la derecha una división de vidrio que separaba su privado del amplio piso de oficinas; desde ahí podía observar el movimiento de una veintena de empleados subordinados, cualquiera de los cuales, a su vez, pudo verlo colgar el teléfono, levantarse, sacar de la bolsa del saco una cajetilla de cigarros; peinarse con los dedos el cabello lacio, salir del privado, cruzar el piso de oficinas, desaparecer finalmente tras las puertas del elevador.
Abajo, en el mezzanine del edificio, mareado por la muchedumbre ruidosa que entraba y salía abigarradamente, Andrés se fue deprimiendo más; a la menor oportunidad Irene recobraba su poder (“No me digas más, amor: llego en veinte minutos. Espérame abajo, ya ves que es un lío estacionar el coche, ¿quieres?”) Marta se habría asustado de verlo angustiado y vencido; con ella sólo podía comunicarse en un estado de alegría y de tranquilidad. En cambio:
-Esos hijos de puta, Irene, enterraron al viejo la semana pasada y ni siquiera fueron para avisarme. Tampoco me habrían avisado ahora, si no hubiesen descubierto que el viejo se había encabronado con ellos la otra vez, y había puesto todo a mi nombre... -Recordando lo que había dicho a Irene, respiró hondo, para sobreponerse a un principio de náusea. Endureció las facciones: se asignó un semblante de fuerza: “Pero no les voy a devolver ni un centavo”. Se escarbó la nariz: “Y he de sacarlos a rastras de la casa en que me jodieron, en que sobre todo jodieron al viejo”.


-¡QUÉ ASCO! -dijo Andrés en el cementerio-. Lo debían haber incinerado; nada más de pensar que se ha de estar pudriendo aquí abajo, con gusanos en las orejas y todo eso...
Irene aún estaba sorprendida; quería sentir dolor, pero sus nervios se ocupaban en sensaciones placenteras, como si rechazaran la noticia y prefirieran el clima, el paisaje, el ruido de los follajes con viento, la pastilla de menta que estaba chupando. Tampoco Andrés podía reaccionar físicamente ante la muerte de su padre, y se embrollaba en recuerdos desmadejados: la voz de su hermano René en el teléfono, el fastidio de cruzar la ciudad brumosa y estridente en plena mañana, el pésimo gusto de la tumba familiar (una como casita de muñecas que se pretendía templo gótico).
“No podrá dormir esta noche y yo no estaré junto a él”, pensó Irene.
Andrés siguió diciendo cosas torpes; maldijo la costumbre de enterrar a los muertos, en vez de incinerarlos; las supersticiones de los católicos, la cursilería de los epitafios, etcétera. Sentía que ni Irene ni Marta le habían sido tan solidarios como el viejo, sobre todo en sus últimos años marchitos. Cuando los problemas del divorcio con Irene estaban en su punto más humillante, el viejo había sacado a relucir su peculiar lenguaje, imitado de los cronistas deportivos, y le había dicho (como a un boxeador o tenista que pierde un campeonato o le llega el momento de retirarse): “No te preocupes, muchacho, ya lo decía el Poeta: ‘el arte es largo... y además no importa’”
“Aunque duerma con Marta, tendrá que buscar apoyo en mí. Marta no sabrá acompañarlo esta noche. Quizás hasta me llame por teléfono, en la madrugada”, seguía pensando Irene.



LA MAÑANA permanecía brillante: un airecillo refrescaba y sonaba entre los árboles del cementerio; a Irene se le untaba, móvil, el ligero vestido azul pálido, destacándole, según el vaivén del aire, los senos, los muslos, la cintura todavía fina; le agitaba un poco el cabello, sin despeinarla. En medio de la ciudad congestionada e irritante, el solitario cementerio matinal era como un amplio y boscoso parque de descanso: los desiguales monumentos, los pájaros y las ardillas nerviosas entre los árboles, las ratas despavoridas que se disparaban de los arbustos a las rajaduras de tumbas ruinosas. Había flores silvestres en la maleza, mínimas y como salpicadas; sobre algunas lápidas, las suntuosas coronas florales y diversos ramos en jarrones de granito, de mármol. Y los viejos pozos, los rústicos aguadores (como salidos de litografías pintorescas del siglo XIX) con dos cubetas colgadas de los extremos de un palo que cargaban transversalmente detrás del cuello, apoyándolo un poco en los hombros.
Se retiraron de la tumba familiar, y pasearon, turisteando las tumbas cercanas, algunas cómicas, otras elegíacamente abandonadas; Andrés la abrazó con el cariño meramente fraternal en que él quería transformar su antigua pasión rencorosa y confusa. Y se le ocurrió que quien ahora los viera pensaría que formaban una bonita pareja; él había engordado, embarnecido, y mostraba todos sus treinta y un años; ella, en cambio, a los cuarenta parecía mucho menor. Pero empezó a desearla. Hubiera querido retirar sus dedos de la cintura de Irene; el tacto se hacía más cálido, azuzado incluso por el temor de revivir cosas viejas, y era sin embargo tan entrañable: en ese momento Andrés necesitaba tanto esa sensación, que continuaba abrazándola, incluso apretándola un poco mientras caminaban. Pero quería disimular su deseo, comentando atropelladamente cosas, y no sabía cómo distraerla para acomodarse el miembro erecto que se estaba lastimando con el filo del calzoncillo. Finalmente Andrés fingió sorprenderse de una tumba china, giró un poco el cuerpo para andar de espaldas a Irene y meterse la mano al pantalón. Al voltear luego hacia ella, para asegurarse de que no había notado nada, quedó asido por la nuca: los dedos de Irene le acariciaron el pelo; se replegó contra él, se besaron detrás de un obelisco. De pronto Andrés se separó:
-Tengo que volver al trabajo -dijo.
Irene, resentida, inventó algún compromiso para el cual “apenas le quedaba tiempo”, y dejó a Andrés en la puerta del cementerio, corriendo desesperadamente de una esquina a otra en busca de un taxi. Media hora después consiguió uno, cuando la tristeza por el viejo había quedado relegada por las sensaciones de molestia, impaciencia, sudor, polvo y ese quedar varado en una fea avenida congestionada. “Pinche puta”, dijo en voz alta antes de subirse al taxi; “cabrona”, pensó minutos después, rumbo a su oficina, con cierta dulzura.


IRENE había supuesto que comería con Andrés y había deshecho sus compromisos para esa tarde. La irritaba tener horas vacías. Decidió ir de compras y tomó el camino a Plaza Satélite. Le gustaba visitar almacenes; podía pasarse horas en ellos: le daba ideas para su trabajo ver comprar a la gente, la distribución y la decoración de los productos. Y había notado que los lugares transformaban a las personas, que en las calles nocturnas parecían peligrosas, en los bancos apretaban bolsas y portafolios, recelando de quien estuviera junto; en las iglesias se veían cordiales, en los museos y las salas de concierto adquirían facciones interesantes, y a la hora de disputarse taxis o boletos en las colas de los cines, regresaban a la edad de la selva; en las ventanillas burocráticas se politizaban y echaban pestes del sistema; en los restaurantes finos y melódicos, a media luz, parecían tener diálogos amorosos a la Hollywood. Y en los buenos comercios suburbanos -opuestos al comercio abigarrado y hasta tianguero de las tiendas del centro- se distendían, iban mejor vestidos, más guapos, sus ojos recuperaban cierto brillo intelectual, como si quisieran ponerse a la altura del hermoso y eficiente modo de vida que los maniquís, los aparadores, los productos y los eruditos empleados afables encarnaban, dentro de una arquitectura perfecta.
Una vez consolidada una cantidad modesta, pero suficiente para quitarle el miedo al desastre, Irene había dejado de desear el dinero. En un principio había creído que la libertad y la autosuficiencia estaban ligadas a la protección económica de que ella dispusiera (“nadie le mienta la madre a su jefe, ni se divorcia, ni hace cosas prohibidas, si no tiene seguro el sustento”, decía), pero en el camino a “forjar” su fortuna, había descubierto en ella capacidades que apenas sospechaba; y al asegurarse de que era inteligente, audaz, persuasiva, había dejado de tenerle tanta gana al dinero que, finalmente, ¿para qué podía servirle “en estos tiempos en que una vez criados los hijos, se largan y una envejece sola y se muere y ya”?
Su negocio seguía prosperando, pero había habido un cambio de ambiciones: le importaba menos la prosperidad que el placer concreto, presente, de ser una especie de gurú de sus agentes de ventas. Los reunía, atentísimos, para explicarles las campañas de dentífricos, detergentes, refrescos, cigarrillos, margarinas, etcétera, en que se ocupase su agencia de promociones; les analizaba cosas sobre el temperamento de la gente, sus necesidades, sus sicologías, el modo de persuadir y hasta pretendía (“no siempre con éxito, pero la lucha se hace”) infundirles un sentido “profundamente humanista” de su profesión, antes de esparcirlos por las colonias capitalinas y las principales ciudades de provincia, no sólo con instrucciones, sino con “una mística” comercial. Pues la historia lo decía: “la primera Revolución Social había sido el trueque, y en el trueque se basa la civilización, desde los fenicios hasta nuestros días”, y sus consecuencias habían sido “eficaces” en los campos del arte, la moralidad, el sexo, la religión, el Derecho. De tal modo, no debían avergonzarse de llamar de puerta en puerta ofreciendo ofertas y regalos de promoción, ni al repartir invitaciones para la presentación de mercancías, pues estaban colaborando al progreso a través de relaciones humanas positivas; esos productos, esas ofertas, no sólo mejorarían el modo de vida de los clientes sino que les darían estímulos para progresar.
Los agentes y vendedores oían, tomaban notas. Irene había rechazado dirigir el departamento capitalino de ventas de una trasnacional de productos enlatados, por preferir la atmósfera de su pequeña agencia de promociones laterales -no le tocaban la TV ni el cine, ni la publicidad masiva, sino apenas las reparticiones domiciliarias, las campañas regionales- donde ella se sentía no sólo útil, sino protagonista. Era madrina de los hijos de algunos de sus empleados. Aconsejaba a esas vendedoras, no tan humildes como para ser sirvientas pero no tan preparadas como para oficinistas, sobre el control de la natalidad y la probabilidad de mejorar a través del ahorro y del trabajo duro. “Existe una ley invariable: la ley del menor esfuerzo. La gente naturalmente se fiaría a esa ley si no existiesen estímulos sociales que la impulsaran al progreso, proponiéndole productos cada vez más sofisticados que la obligan a superarse para alcanzar esa oferta”. Los agentes la admiraban, querían llegar a ser como ella.
Ahora se le iban ocurriendo mejores argumentos: “La moda, por ejemplo, iba pensando sintáctica y oratoriamente, como en un ensayo general de su conferencia para los vendedores que irían a Veracruz el mes próximo: se dice que la moda es algo frívolo, pero no: es un estímulo para la Salud. La ropa y la publicidad de la ropa recuerdan un ideal del cuerpo humano que la gente olvida, menospreciando con ello su erotismo y la felicidad de tener los miembros saludables y elásticos, de modo que pierde la línea por pereza: falta de ejercicio, alimentación excesiva y mal balanceada. Debemos tener en cuenta que todos los productos están intercomunicados, como en un sistema solar, y la propaganda de uno (un desodorante, por ejemplo), tiene que ver con los otros: lo que la gente va a vestir, a comer, etcétera. Al comprarse ropa, hombres y mujeres contrastan su físico con el Cuerpo Ideal en el que los modistas se basan para configurar sus modelos, de modo que no sólo reciben una prenda, sino un llamado a evitar la ley del menor esfuerzo (que invita al descuido) y a emular el cuerpo ideal, con lo que les irá mejor en sus relaciones amorosas, amistosas y laborales; además de que significa, sobre todo, un estímulo al mejoramiento de la persona, pues alguien que se ve vestido y arreglado excelentemente, querrá, por naturaleza, pensar y sentir a la misma altura; del mismo modo que la gente desaliñada, sucia, descuidada tendrá el interior sicológico que a su apariencia corresponda...”
A Irene le gustaba desplazarse, sonreír, platicar con los elegantes vendedores de esos almacenes, intercambiar comentarios con los clientes que, ahí, comprando, se volvían excelentes personas, amables, comunicativas. Pero ahora iba en plan de cliente. Se le había ocurrido hacerle una cabronada a Andrés, que él ni siquiera sospechase. Regalarle algo que él creyera inofensivo pero que lo atrajera hacia ella. Optó por una sofisticada bata de estar, lo suficientemente bonita para que a Andrés le encantara, pero del tipo de prendas que un hombre casado con una muchacha tan joven no usaría en casa, de modo que lo desubicara e hiciera desear vagamente el departamento de Irene.


MÚSICA clásica en el almacén. La mayor armonía humana. Los clientes se desplazaban saludables, limpios, perfumados: se habían puesto buena ropa para comprar más buena ropa; los grupos familiares se veían hogareños, alegres, participaban todos sus miembros en la compra de cada mercancía, opinando, discutiendo con todos sus recursos emotivos y mentales, presionando a papá; los novios se veían adorables, los amigos reían con tal calidez... En esa atmósfera, pensaba Irene, la gente olvidaba su pereza innata y sus bajas pasiones, y quería ser tan diestra y feliz como la publicidad de los bellos productos nuevos; un ideal exagerado, admitía, pero todos los ideales lo eran: “si quieres que alguien llegue a ocho, proponle diez”. Sin embargo, insistía, obsesionada, deprimiéndose un poco: “Andrés va a sufrir esta noche y Marta no sabrá acompañarlo... Me llamará, borrachísimo, por la madrugada... Vendrá a casa. ¡Le fascinará esta bata tan japonesa!”
“No es nostalgia, decidió luego en el coche: es ahora cuando Andrés me empieza a parecer realmente atractivo... Los buenos amores son los que persisten a pesar de sus derrumbes; aquellos a los que una vuelve aun cuando desmientan los sueños de un principio, y en su descarnada realidad son incluso más obsesivos, más necesarios, que las hermosas esperanzas que nunca cumplieron”.


SEIS



EN EL TRAYECTO en taxi a la oficina, Andrés estaba furioso consigo mismo: “He vivido como un pendejo”, pensaba. Y ahora que su padre había muerto, se veía como una solitaria masa fisiológica olvidada de sus propios nervios, aburrida, sin intereses ni proyectos que le dieran algún sentido. Comería con Marta horas después; en el restaurante que habían convenido, ella le comentaría alegremente sus ensayos de esa mañana, con descripciones precipitadas, y él la vería y escucharía a distancia, casi como en una pantalla de TV.
Si llegara a contarle que había muerto el viejo, lo haría fingiendo un tono tranquilo: “Desde hace meses se esperaba esto”, por ejemplo, dejando claro que no lo había afectado mucho. Marta había visto al viejo dos o tres veces, y con desagrado: no le toleraba su vejez, ni podía entender la complicada y sí, de acuerdo, desagradable vida que los gestos, las manías, los chistes medio ramplones manifestaban. Y sería como desentonizarla de su vitalidad presente para llevarla a otros estados de ánimo que no podrían importarle, y acaso le revelaran aspectos tristes y envejecidos de Andrés, que él trataba de ocultarle.
Al llegar a la oficina encontró un recado telefónico de Marta: el ensayo duraría demasiado y no podrían comer juntos. “Tanto mejor”, pensó Andrés, y se sumió con atención y minuciosidad a revisar el ya enorme altero de legajos, oficios y facturas, nóminas, cuentas y memoranda, porque sólo hacer muy bien su trabajo, sin errores y limpiamente, le daba esa sensación de existir con habilidad, de llevar una vida razonable y útil, que en las otras cosas de sus días no encontraba.
De la una a las cinco de la tarde, trabajó feliz entre lápices, gomas, bicolores, máquinas, mordisqueando la hamburguesa gigante que había mandado comprar. Y cuando llegó la hora de ir a casa de su madre, ya estaba bastante reconstituido, sereno. Salió chiflando de la oficina: ahí estaba el trabajo hecho, limpio, sin tachones ni errores, que a la mañana siguiente se reproduciría en actos, hechos, situaciones que, aunque no le importaran, de algún modo él estaba creando. Sus jefes y sus subordinados lo respetaban: cuando surgía algún error, sabían que difícilmente se encontraría en la etapa que él había hecho, tenía que ser antes o después de que el trabajo pasara por sus manos; y él veía a veces su trabajo como la única forma plácida de la vida, donde no había confusiones ni embrollos. El tiempo dentro de su oficina era tan limpio y seguro como esas hojas que salían impecables de la computadora con sus cifras ordenadas y comprobadas en el sitio exacto, entre sus correctos espacios en blanco, absolutamente legibles y desglosables.


AHÍ ESTABA la casa. Se estacionó frente a ella. Un jardín pequeño entre la verja y el edificio amarillo, con adornos de teja, de dos pisos. Su hermano René salió a abrirle y lo condujo como a un visitante de negocios; de reojo, Andrés vio a la derecha la sala con chimenea; a la izquierda, el comedor que sólo se usaba cuando iban visitas. Al fondo, después de la escalera de caracol, la puerta del antecomedor, por cuyos cristales se traslucía la tarde soleada del patio trasero, desde el que venían ladridos y gritos de niños. Subieron juntos, en silencio, cediéndose el paso con una amabilidad excesiva.
Ahora, en la antigua recámara de su abuela, acondicionada como salita de TV, estaba frente a su madre, que al no saber qué hacer, qué cara ponerle después de tantos años, sólo había acertado a desplomarse en un sillón, toda enlutada y cubriéndose el rostro con las manos arrugadas, para ocultar un poco su llanto estrepitoso y entrecortado. Tampoco Andrés sabía cómo iba a reaccionar él mismo, ni podía prever las actitudes de su madre, de su hermano, de las tres hermanas que iban entrando, tan señoras seguras de sí mismas, besándolo compungidas. Andrés pensó que debía haberlos citado a todos en su departamento, que incluso pudo haberlos escandalizado presentándoles juntas a Irene y a Marta, haciéndoles creer que vivía con ambas.
El mismo espacio, con otros muebles (¿quién ocuparía el cuarto que fue suyo?), le hacía sentirse inseguro en la casa, con ganas de concederles todo y salir corriendo de inmediato. La madre, nerviosísima, evitaba el asunto: lamentaba los tristes años de la vejez dipsómana de su esposo, el abandono en que la tenían sus hijas, pues sólo una vez al mes le llevaban a los nietos. Le preguntaba por la salud de René, le pedía conocerlo, y también a Irene, ¿cómo? ¿no se llamaba Irene? ¡Otra mentira de su marido! “No, no, mamá: cambié de mujer: eso es todo”.
Las hermanas estaban anchas y opulentas en su papel de triunfadoras madres de familia, sabían sonreír con benevolencia, contentas consigo mismas y convencidas de que todo en el mundo estaba firme y de qué tonta o enferma era la gente que no tenía esposos domésticos, muebles a crédito, un condominio ya casi pagado y unos primores de hijos que se pondrían dichosos de conocer a su primito René... Eran las reinas, las más triunfales reinas que soñara monarquía alguna, todas derretida miel consigo mismas y con sus hijos, con sus muebles y sus maridos, e invencibles agresoras contra todo lo demás. Tiránicas con las criadas, arrogantes y autoritarias con los trabajadores que entraban a sus castillos a arreglar plomería e instalaciones, inapelables y astutas con los empleados de las tiendas; sabias, infinitamente sabias para criticar y descalificar con un refrán expedito al mundo de afuera. Ahí estaban, convencidas de ser en sí mismas el paraíso, y Andrés imaginó que sus casas protegerían las bardas con trozos de vidrio y agresivos perros en las verjas que, simultáneamente, secretaban baba rabiosa contra la calle y la más dulce saliva al lamerse a sí mismos o la doméstica piel de sus amos. Y ya era tiempo de olvidar lo pasado y rehacer la unidad familiar, opinaban todos de acuerdo con la madre, pues pese a todo era indisoluble: la sangre los unía por más que las cosas de la vida intentaran separarlos...
El hermano interrumpía a la madre, con la complicidad de las hermanas que lo oían respetuosas, para tratar en concreto el punto de las propiedades, hasta que ella, aterrada por el ambiente de tensión y por la posibilidad de que la discusión violenta se convirtiera en golpes, frente a ella que ya había sufrido demasiado para tener que soportar ver a sus hijos peleando, lo interrumpía a su vez y volvía a relatar lo que había sufrido durante la agonía del viejo; se enjugaba el llanto, sonreía, divagaba sobre tantos hermosos recuerdos que guardaba de Andrés, tan buen hijo siempre; y las hermanas también eran muy memoriosas; y Andrés volvía a recordar el confuso odio que a todos les había tenido, y el remordimiento por odiarlos, pues al fin y al cabo ¿acaso él era menos mezquino o estaba menos jodido que ellos? Seguramente su madre merecía también el cariño irracional que él sentía por el viejo, y lo mismo cualquiera de sus hermanos, “y uno nunca sabe por qué se solidariza o encariña o cínicamente se vuelve cómplice instintivo de alguien, pues bien podría sostenerse que cualquiera de ellos es lo mismo, y casi al azar, sujeto de amor, indiferencia o vituperio”.
Andrés no sabía qué hacer. Por pereza, para no sufrir más remordimientos después, por miedo a que se violentara más la situación, por ganas de regresar cuanto antes a su coche y perderse en la ciudad populosa, aceptó rápidamente que la casa fuera propiedad de la madre, y que la tienda quedara bajo la dirección d su hermano René (quien, colérico, afirmaba que había tenido que abandonar su vocación sacerdotal para salvar la tienda de la quiebra; y que desde entonces, sobreponiendo el interés familiar al suyo propio, al revés de Andrés, se había partido el lomo: sí, como lo oía, se había partido materialmente el lomo para sacar la tienda adelante, pese a los obstáculos que el viejo le ponía y las continuas sustracciones de dinero que quién sabía a dónde iban a parar, y que el viejo hacía sin siquiera tomarse el trabajo de disimularlas o explicarlas con cualquier pretexto). Andrés se preguntaba si su hermano, tan adusto y agriado, sería feliz en su matrimonio; si a René y a las hermanas los querrían de veras mucho aquellos pequeños que había escuchado al subir la escalera.
Quedaba sólo la cuenta bancaria. El hermano insistió en que el viejo los había privado a todos de los beneficios de la tienda, que de hecho el dinero de esa cuenta lo habían ganado él, su mujer y las hermanas, que en temporadas se habían visto obligadas a descuidar sus hogares para auxiliarlo. En parte porque Andrés ya había dispuesto de algo de ese dinero, para que Irene cambiara de coche; en parte por su propio interés, y además para no salir del asunto totalmente vencido, decidió no darles nada de ese dinero. “Papá me dejó instrucciones sobre qué hacer con ese dinero, que no tengo por qué comunicárselas a ustedes”.
Andrés se levantó de inmediato, antes que los demás se repusieran de la sorpresa, se despidió entre dientes y tomó el camino de la escalera: “Los gastos y los trámites legales van por su cuenta... yo no soy el interesado en estos negocios ni quien se va a beneficiar: cuando tengan todo listo, René puede llamarme, ¿no?”
El hermano salió tras él, pensando en cómo insistirle en lo del dinero. Andrés bajó las escaleras, casi corriendo, pero se detuvo y entró a echarle un vistazo a la sala. Seguía igual que siempre. “Creo que algo de herencia me toca a mí también”, dijo Andrés. Andrés descolgó uno de los óleos de paisajes canadienses, tomó unos discos de Nat King Cole y algunos vasos jaiboleros.
-¿Alguna objeción?
-Por supuesto que no, Andrés -y burlonamente-, es más, aquí tienes su pipa, y espera, ¿dónde estaban? Recién las descubrí antier... ¿Dónde las guardé? Quería tirarlas sin que se dieran cuenta, ¿ves? Ah, claro...
René trepó en una silla, bajó un portafolio de detrás de las molduras onduladas de un alto armario, y se lo dio.
Se despidieron en la puerta. Ya dentro de su coche, Andrés examinó el portafolio: una docena de revistas pornográficas de los años cincuenta, norteamericanas; algunas pintarrajeadas con falos burdos sobre las bocas rouge de atildadas rubias con dientes y ojos brillantísimos, sonrientes, peinados altos, zapatillas puntiagudas, doblándose el bikini para mostrar sólo un seno aceitado; o totalmente desnudas pero cubriéndose el pubis con las manos llenas de anillos; posaban al borde de piscinas, o en escenarios artificiales que imitaban las marquesinas de Broadway y el skyline de New York. Andrés recordó que alguna vez, de niño, el único día a la semana que hacían limpieza en la sala, al sacar con la escoba de detrás y debajo de los muebles muchos kleenex arrugados, su madre había dicho que la sala era la única habitación de la casa donde su marido se enfermaba tanto de gripe. El hermano estaba aún en la puerta de la casa, espiándolo. Desde el coche, en la acera opuesta, Andrés bajó una ventanilla y le gritó:
-Gracias, mano, las hojearé todas las noches antes de dormir.


AL LLEGAR a su departamento, Andrés encontró a Marta recién bañada, con unos shorts de mezclilla y brasier, atareada en cubrir una pared con pósters de obras de teatro que había conseguido en la Universidad. Marta cambiaba con frecuencia los muebles de la casa: del decorado colonial californiano pasaba a un popurrí tepitense, luego a lo que se llamaba “modern style” (plásticos, metales, maderas blancas, estampados geométricos en colores primarios). Ahora el “modern style” iba a desaparecer para sustituirlo con “un estilo más personal”, a base de utilería del teatro del absurdo y lo subconsciente, máscaras como cuadros, floreros forrados de papel maché a manera de falos, bambalinas como biombos, etcétera. Esa actividad inofensiva de Marta le posponía a Andrés sus frustraciones y sus conflictos, y el abigarramiento de novedades, sorpresas y pequeños detalles con que Marta llenaba su tiempo y su espacio, le permitían dejarse llevar por una vida alegre y movida que no era la suya, pero que prefería a su propio temperamento, que tanto había llegado a desagradarle.
Con Marta no estaba solo, ni tenía muchas oportunidades de que aflorara “la mierda en que me he convertido”. Pero Andrés se veía poco animado, después del cementerio y de la conversación con su familia, para sobreponerse a sí mismo y jugar al papel que complacería a Marta; se quitó el sacó, y después de besarla, de sonreír ante los cambios y el desorden de la estancia, le dijo que estaba cansado y que iría a recostarse un rato antes de llevarla a cenar.
Marta no entendió que Andrés tuviera un cansancio especial ese día, a las siete de la noche; había supuesto que ambos se divertirían mucho con sus nuevas ideas de decoración. Lo siguió a la recámara. “No me pasa nada, nena, dijo Andrés, sólo sucede que anteayer murió el viejo y hasta hoy me avisaron. Me deprimí un poco esta tarde, en el cementerio”. Marta quedó muda unos instantes sin saber cómo responder a ese hecho tan ajeno: reaccionó: “Descansa, amor”, dijo. Le quitó la camisa. Andrés se dejó hacer un masaje que, en efecto, lo fue distendiendo, aliviando, adormeciendo tibia y diestramente. “Malditilla, pensó con ternura, siempre tienes algún detalle escondido: después de meses de vivir juntos, hasta ahora vengo a enterarme de lo buena masajista que eres”. Durmió como media hora.
Cuando salió a la estancia se encontró con que el nuevo decorado ya estaba listo. Marta se había apresurado para darle la sorpresa, de modo que olvidara el cansancio y la tristeza con que había llegado. Estaba rara la casa, pero le gustaba que se pareciera lo menos posible a él; olvidarse de sí mismo a través de Marta y a través de la disciplina de su trabajo, recursos ambos más eficaces que las amargas borracheras y aventuras anteriores. Como en los sillones se amontonaban todavía recortes de papel y varias herramientas, Andrés se sentó en el suelo al lado de Marta. No podía ser más doméstica la escena: Andrés en calzoncillos y calcetines, y ella con el brasier flojo y los shorts ajustados; hicieron el amor ahí, como otras veces en el baño o la cocina, porque la rutina le era insoportable a Marta, y qué maravilloso, en cambio, darle a cada momento de la vida algún detalle nuevo.
Alguna vez Marta había contado durante un ensayo las aventuras que corría con su marido, como coger en el coche al atardecer, ahí mismo frente a su edificio, desafiando a los vecinos y a la policía. Un compañero citó a Wilde y dijo que eso era como lavar en público la ropa limpia. A Marta le había parecido una acotación ingeniosa y se la había contado a Andrés, que ahora la recordaba, porque esa limpieza matrimonial se estaba ensuciando por culpa de él, que evocaba a Irene al hacerle el amor a Marta, no precisamente para excitarse más, sino porque empezaba a necesitar (a no poder evitar ya) la evidencia de cierta amargura para poder creerse su propio erotismo. Se desprendió de Marta con tristeza.
Pero se repuso para no preocuparla, y estuvo jubiloso, jugaron a los toallazos después de bañarse; se vistieron muy elegantes para ir a cenar a un restaurante fino; ahí mientras Marta le contaba todos los divertidos episodios de su ensayo de ese día, y le explicaba minuciosamente los cambios que había hecho en la casa, y los que pensaba hacer luego, y él lo celebraba todo, se decía simultáneamente que qué carajos le importaba todo eso.
Al regresar a casa, previendo un insomnio atrozmente introspectivo sobre el viejo, Irene, su hijo René, sus parientes, él mismo, Andrés se tomó un somnífero. Irene permaneció en vela esperando un telefonazo hasta que no pudo más, fue aflojándose en la cama sobre el pecho velloso de Felipe, quien al sentirla la acogió mientras murmuraba algo que ninguno de los dos entredormidos supo si era para alguien más con quien Felipe estuviera soñando.


ANDRÉS despertó a las seis de la mañana. El sueño pesado había borrado la depresión del día anterior; se levantó saludable, alegre. Hacía meses que no salía a correr, como se lo había prometido a sí mismo, tres veces por lo menos a la semana para bajar esas lonjas. Sacó del clóset los pants y la sudadera y se fue en coche a los Viveros de Coyoacán. Apenas aguantó unos minutos de carrera: le dolió el pecho, secretó demasiada saliva. “Tengo que dejar de fumar”, decidió. Marta seguramente despertaría hasta las nueve; podría él entonces muy bien caminar entre los corredores, mirarlos, envidiarlos; detenerse en las plantitas ordenadas en sus botes, saturarse del olor a vegetación amanecida. Envidiaba a esos deportistas: ¿qué veían en la vida de grande, para prepararse así cada día? ¿Cómo vivirían las demás horas? ¿Cómo harían el amor? Seguramente no tendrían vicios, ni morbosidades, ni andarían enredándose en desastrosos laberintos introspectivos. ¡Ah, la naturaleza! Y esas muchachas, así, sin pintar, sudando en camisetas y shorts tan sucios y antiestéticos; enrojecidas por el esfuerzo y el aire helado, con el cabello atado al aventón. Los cincuentones, guapos y fuertes todavía muchos de ellos, negándose a envejecer y a debilitarse. Y hasta ancianitos, parejas de ancianos que se veían preciosos, ayudándose uno a otro en módicos ejercicios de gimnasia (y echándose aguas mientras se robaban alguna plantita). Andrés hubiera querido pertenecer a esa humanidad madrugadora y vegetal. Después de descansar un rato, volvió a correr unos minutos.
Marta también había madrugado. Al llegar a casa se encontró Andrés una nota: ¿Y ese milagro? Todavía no puedo creer que te hayas levantado tan temprano Se me olvidó decirte ayer que la pinche Filarmónica va a ensayar hoy en el Auditorio a las 11, y nos anticiparon el ensayo Por Favor no hagas berrinche y DESAYÚNATE Hay exactamente 18 huevos en el refrigerador Al regresar debo encontrar 2 ó 3 menos (No los tires por la ventana darling que luego reclama la Portera) Tambien hay tocino y chorizo ¿A dónde carajos fuiste? Besos por todas partes Te llamo luego a la oficina LA INFANTA DE NAVARRA
Andrés se bañó, se vistió. Bueno, después de todo no estaba tan mal que Marta se hubiera ido. Podría subir y esconder ahora las cosas de su padre, que a ella por supuesto le habrían horrorizado. Y ver detenidamente las revistas.


DISPUSO las revistas sobre la mesita de la estancia, las hojeó detenidamente mientras sorbía dos huevos crudos mezclados con jerez en uno de los vasos jaiboleros. Le parecieron cómicas. “Bueno, a cada quien le parecen chistosos los sueños de los demás”, pensó conciliadoramente. Se levantó a espiar la calle tras las cortinas delgadas: la mañana estaba clara y mientras, abajo, unas sirvientas lavaban un coche con manguera, arriba se perfilaban nítidamente los volcanes. ¿Por qué carajos no podía habitar alegremente el mundo, qué le faltaba? ¿Qué era exactamente lo que quería? Chistoso pensarse como personaje de película que se tira a la calle por esa ventana, recién bañado y arreglado. ¿Qué cara pondrían los caminantes allá abajo? Guillermo le había dicho alguna vez que no había que pedirle a la vida sino momentos: “hay que soplarnos la función entera por esos aislados momentos culminantes; no te desesperes, mano (Guillermo le había palmeado el hombro y Andrés no había podido evitar alejarse instintivamente; por mucho que lo quisiera y lo admirara, y aunque se suponía que había aprendido de Irene a superar sus prejuicios contra los homosexuales, cualquier intimidad con Guillermo le ponía el cuerpo nervioso y alerta); la desesperación es sólo un mal hábito: la mala costumbre de pedirle a toda la función que conserve la intensidad excepcional de los momentos culminantes”.
¿Le enseñaría las revistas a Irene? La llamó por teléfono. Contestó un hombre. Andrés colgó. El que hubiera otro hombre con ella lo excitó; pero tal vez no era deseo, sino exceso de vigor por el ejercicio, el reconfortante duchazo. Si Marta se hubiera quedado habrían vuelto a coger. No le gustaba la idea de irse inquieto a la oficina. Se le ocurrió una travesura: se sentó como el viejo solía en el sillón; se desabrochó la bragueta frente a las revistas, se masturbó pretegiendo el traje con la mano izquierda. Fue con asco a lavarse. “Ya estoy grandecito para andarla pendejeando; tengo todo para ser feliz, ¿qué diablos me pasa?”
Camino a la oficina, pensó que ya venían las vacaciones; irían a Acapulco, y ahí, una tarde serena en el mar, podría planear su vida tan limpia y concretamente como uno de los documentos minuciosos que elaboraba diariamente en el trabajo, con sus debe y haber, sus posibilidades y opciones. Se reanimó bastante.


SIETE



-FELIPE, Andrés -los presentó Irene.
Andrés saludó vigorosamente al muchacho. Felipe sonrió. Irene le había dicho que tenía un amante muy joven, pero Andrés seguía considerándose joven y había pensando encontrar a alguien de su edad, no a un adolescente. “Tanto mejor, pensó: esto facilita las cosas”.
Como René había finalmente aprobado el año, iban a cumplir la promesa del viaje a Acapulco. Y qué mejor, creía Andrés, ahora que cada cual tenía su pareja, que hacer el viaje los cuatro juntos, de modo que René comprendiera que sus padres ya no estaban unidos pero eran excelentes amigos.
René de inmediato tomó partido por Felipe. Subía y bajaba con él las escaleras, trayendo los equipajes, mientras Andrés apoyaba indolentemente las manos en la tapa alzada de la cajuela, sonriendo. Era el coche nuevo de Irene. Las dos mujeres discutían dentro, en el asiento trasero, de sicoanálisis; la cabrona de Irene estaba de lo más simpática y tenía a Marta fascinada. “¡Todo saldrá de maravilla, había proclamado Irene; parejas nuevas, coche nuevo, vida nueva!”
Marta, en cambio, se sentía emocionada por los riesgos sentimentales de un viaje así, en cuarteto, que casi prometían una obra en vivo de Tennessee Williams.
-Que conste que Felipe me va a enseñar a nadar, ¿eh? -anunció René.
Andrés le había prometido hacerlo; procuró conservar el gesto sonriente: “Pinche escuincle, rumiaba: mejor le hubiera regalado una bicicleta y no verlo más; pero no importa, Marta y yo agarraremos nuestra onda por separado a la menor oportunidad”.
Salieron los cinco en el coche; adelante, Andrés y Marta; atrás, Felipe, Irene y el niño. Todos alegres y parlanchines como los cientos de viajeros de otros automóviles que iban por el mismo rumbo. Llegaron de noche. René se acostó en una cama adicional en el cuarto de Irene y Felipe.


A LA MAÑANA siguiente René despertó temprano. Fue a pasear mientras los demás seguían durmiendo. A las diez y media ya no aguantaba el hambre; obligó a Irene y a Felipe a levantarse. Como Andrés y Marta seguían dormidos, e Irene tardaba en arreglarse, se adelantó a desayunar solo.
-No desayunes muy rápido, mi amor -dijo Irene-; en seguida te alcanzamos.
Marta, recién bañada, descorrió de golpe las cortinas. Andrés gruñó y se escondió bajo la almohada. Poco después tocaron a la puerta, y Andrés tuvo que levantarse (desgreñado, ajado, sonámbulo) y llegar a tropezones hasta el baño. “Carajos, ya no hay vida privada”, refunfuñaba.
Despertó bajo la regadera caliente, mientras Marta abría la puerta y recibía alegremente a Irene y a Felipe. Andrés sabía que iban a resultar molestas estas vacaciones, que inevitablemente habría enredos de rencores y tensiones insolubles; además, ahí estaba René, ese exasperante mocoso. “¿Pero qué le importo yo a ese mocoso?”, pensaba bajo la regadera. Y luego, envalentonándose: “¿y qué me importa él a mí?” Un poco desolado: “Marta y yo no debimos haber venido”. Muy suspicaz: “Irene trata de joderme, pero ella es la jodida; está liquidada. Yo puedo comenzar una vida con Marta, tener hijos con ella, que ella sí sabrá enseñar a quererme”. Más suspicaz todavía: “¿No será una trampa?” Ver a los cuatro juntos era separarlos por parejas de edad, de modo que la gente siempre estaría creyendo que Marta andaba con Felipe. En el colmo de la suspicacia: “¿Por qué habría de andar Felipe con Irene? Es joven, guapo, parece tener dinero, ¿por qué no anda con una nena rica en vez de esta cuarentona histérica que (sonrisita) en cuanto despierta corre al espejo, aterrada de que ahora sí se le noten todos sus años” Contrapunto autocrítico: “¿No estaré un poquito celoso?” Frente al espejo del baño, secándose, completamente masoquista: “Marta puede preferirlo, a él o a cualquier otro: ¡estás hecho una ruina, Andresito! Mírate nomás: esos gestos cansados, ¿qué puedes darle a nadie? ¿qué puede entusiasmarte de otra gente?” Alivio: “¡Ah, pero Irene me dijo que era medio putón! Convendrá que lo sepa Marta, aunque en estos tiempos ya uno no puede fiarse de nadie”. Conclusión: “Tengo que hacer ejercicio”. Y por lo pronto: “broncearme un poco”.
Marta entró al baño a llevarle ropa. Andrés le mordió el cuello, agradecido. Hubiera sido molesto salir medio desnudo al cuarto delante de los otros. Y mientras se vestía, pensó muchísimo en Marta (crítica: “¿De veras la quiero?”; contracrítica inmediata: “Claro que sí, pendejo”) y soñó vagamente con un alegre hogar con ella, lleno de niños vivarachos. Marta no quería embarazarse hasta no estar segura de que la relación estaba funcionando en serio: “No importa, la convenceré pronto”. Se propuso rejuvenecer (imitar a Felipe: sentirse tan aventurero, tan ávido de divertirse y sin cosas que lo deprimieran) sólo para no aburrir a Marta. Salió perfectamente vestido del baño, canturreando una tonada de Cole Porter insinuada instrumentalmente en la vaga melodía que se oía en todo el hotel.
Le molestó ver a Felipe e Irene sentados en la cama deshecha, con tal promiscua familiaridad como si en ella hubieran dormido todos juntos, sin respetar los olores, el calor que aún quedaba entre las arrugas de las sábanas.
Felipe se moría de hambre, y en cuanto lo vio salir del baño, tomó del buró las llaves del coche, mientras Irene señalaba que “esa playera a rayas, Andrés, de plano te hace ver gordo: úsalas lisas, amor, y un poco oscuras... mientras no te pongas a dieta”
Irene y Felipe salieron primero. Marta retuvo un poco a Andrés para burlarse juntos de Irene, que en efecto, sin sus maquillajes ni su ropa elegante, con tan solo el bikini y una ligera y abierta bata hawaiana, se veía exactamente cuarentona.


RENÉ ya estaba por terminar su desayuno. Andrés lo miró con desagrado: un chamaquillo malcriado en quien, además de ver mezclados sus propios rasgos físicos con los de Irene, encontraba recuerdos y pasiones que, carajo, ya estarían olvidados si no fuera por ese hijo insolente, con la carita de Andrés y todos los ademanes de Irene.
Mientras los demás desayunaban, René tomó la complicada cámara fotográfica de Marta y se entretuvo en curiosear y mover palancas, rondanas y dispositivos. Andrés le pidió que la dejara en paz hasta que él le enseñara cómo manejarla, porque era muy delicada y no se conseguían fácilmente las refacciones. René adrede la maniobró con más violencia. Andrés, exasperado, se la arrebató. Amoratado de ira, René se quedó quieto unos minutos; luego recobró la cámara, la estrelló contra el piso y salió corriendo del restaurante. Felipe corrió tras él para calmarlo un poco.
Andrés tomaba lentamente los últimos tragos de café. Irene y Marta querían convencerlo de que tuviera paciencia: con un poco de tolerancia podía ganarse a su hijo; la lógica de los adolescentes era, por lo demás, extraña, y viéndolo bien, concluían, ¿por qué otra cosa iba a querer molestar a su padre si no por cariño, eh?


CUANDO terminaron de desayunar y se disponían a ir a la playa, encontraron a René y a Felipe nadando muy felices en la alberca del hotel. Decidieron quedarse ahí un rato para no violentarlo nuevamente. Marta e Irene se tendieron en el césped y de una vez se untaron espesamente el bronceador, una a la otra. Junto a ellas, aburrido, Andrés veía lo bien que Felipe y René se entendían, y cómo dócilmente René se dejaba flotar y seguía las primeras instrucciones de natación.
Estaba mirando esto cuando un pequeño de cuatro años fue a esconderse tras él, abrazándolo por la espalda; se aferraba a él llorando, para que su padre no volviera a meterlo a la alberca. Andrés volteó hacia el muchacho que en vano llamaba a su hijo; se sonrieron solidarios. Andrés se levantó, tomó al pequeño de la mano y entonces, custodiado por dos adultos melosos, el niño se dejó meter nuevamente al agua.
Entre el papá y Andrés lo sostuvieron en brazos, dirigiéndole los pataleos, acariciándolo tiernamente. Pronto otros papás jóvenes que tampoco lograban tener contentos a sus niños se acercaron a ellos, y entre ocho o nueve adultos organizaron un recreo infantil con pelotas y visores. Los niños se sumergían un poco para ver bajo el agua, con los visores, las piernas de los adultos y sus propios piesecitos.
Tan reconstituido estaba Andrés, que no se dio cuenta en qué momento ni cómo René y Felipe desistieron de la clase de natación, y salieron de la alberca. Marta tuvo que llamarlo varias veces, ya con el sombrero de palma puesta y la bolsa en la mano, para ir a la playa.
Los chiquillos se despidieron alegremente de él. Y todavía en el coche, ahora con Marta en el asiento trasero, Andrés conservaba vivo en sus manos el tacto de las piernas y los pies de los pequeños. Se sentía ampliamente paternal. Bueno, sí. Guillermo tenía razón: cuando menos se lo esperaba, a cambio de una larga función anticlimática, también a él le tocaban algunos momentos relativamente culminantes.




Edificios Condesa H-5, diciembre de 1978

FIN




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En 1979 la aparición de La vida es larga y además no importa fue saludada de la siguiente manera:

“Gore Vidal intuyó que, cuando alguien decide publicar su primera novela, recurre por fuerza a la astucia como aliada principal. Sólo ella puede simular la madurez, transformar las limitaciones en virtudes y construir, falta tras falta, una secuencia de aciertos. En su eficacia, La vida es larga y además no importa cumple uno de los caminos de esa astucia. Usando temas comunes a la más reciente narrativa mexicana (la relación entre padres e hijos, los primeros encuentros amorosos, los espacios vitales y sicológicos que suele frecuentar la clase media citadina en México), José Joaquín Blanco entrega en esta su primera novela un texto radicalmente distinto a los que -ya es costumbre- entregan los novelistas jóvenes -e incluso otros- cuando comercian con los mismos temas. A la facilidad del que tiene todo por narrar (disculpa autocomplaciente del fárrago y del “discurso” interminable), Blanco opone la voluntad de precisión, la contención verbal en todo momento y el alivio que es para el lector entendérselas con personajes concentrados; igualmente, contra los proyectos industriales -es decir, elefantiásicos- que han vuelto a la novela mexicana una entrada directa al sopor, Blanco ha optado por el trabajo artesanal, paciente y nervioso al mismo tiempo, y dirigido por una de las inteligencias más estimulantes de la joven literatura mexicana”.